Opinión | EL REVÉS Y EL DERECHO

Plural… ¿o Grande y Libre?

Prohibir las lenguas para que fuera una sola lengua nuestro modo de conducirnos en la vida cotidiana tampoco sirvió de nada

El Congreso estrena este martes el uso de las lenguas cooficiales en los plenos

El Congreso estrena este martes el uso de las lenguas cooficiales en los plenos / JUAN CARLOS HIDALGO / EFE

País afortunado aquel que tiene varias lenguas. Para quejarse, para amar, para viajar, para regocijarse por el valor de los otros, para cantar en noches de lluvia o poesía. País que tiene a Rosalía de Castro, a Bernardo Atxaga (o a Borja Semper, el poeta), a Carlos Barral, a Carmen Martín Gaite… País que tiene las obras completas de Cervantes, de Carlos Casares, de Ana María Matute, de Borges, de Bioy Casares, de Juan Marsé, de Raimon, de Mikel Laboa. País feliz con tantas lenguas.

Ayer por la mañana, desafiando los límites de la incomprensión o del odio entre quienes hablan una lengua y no quieren otra u otras, gente que quiere hablar en las lenguas de tanto poeta, y de tantos niños, de tantos escolares y de tantos viejos, de uno y otro lado de las cornisas de este país, ensayó en el Parlamento esa posibilidad cierta de compartir no sólo los problemas sino la lengua. La lengua es siempre parte de la solución, no el centro del problema. Pero…

El pero español es siempre el pero que se le pone al otro, al que no quieres ni ver en pintura. Ese puño lleno de odio, porque esa es la palabra que sugiere el gesto de arrojar algo contra el de enfrente, fue el de Vox. Uno a uno sus representantes, desde Abascal a un muchacho asturiano, diputado de ese mismo partido, que miró el objeto que arrojaba como si allí tuviera la trilita de la burla… Uno a uno fueron destrozando la oportunidad de ser de veras españoles y no sólo españoles de su escaño único, el del desprecio.

Cuando vi en las pantallas ese gesto repetido, las manos lanzando contra el escaño del presidente del Gobierno el objeto de ese desdén, escribí esto en mi cuaderno de las ideas que no quisiera repetir más en mi vida: qué quiere esta gente que no quiere la lengua de los otros, por qué no son como los suizos o los italianos o los habitantes numerosos de la ONU o de la UE o de las organizaciones que animan o abrazan tantas lenguas distintas y a ninguno de ellos se les ocurre romper la baraja de las lenguas sino que las cuidan y las divulgan. Qué haría esa gente con los diccionarios bilingües o trilingües o políglotas que tanto bien le han hecho y le hacen a la humanidad, a cada ser humano que las habla para entenderse con el otro y no lanzarle a la cara lo contrario.

En un tiempo personas que aun viven, y lo hacen en cada una de las lenguas españolas, sufrían cárcel o incluso muerte por hablar de otro modo que aquel que formaba parte de la legislación que se permitió el siguiente bautizo del país en el que vivimos: España, una Grande y Libre. ¿Libre? Si por hablar distinto perseguían a aquellos cuyas lenguas que eran el euskera, el catalán o el gallego, a cada uno con la misma saña, como si haber ganado la guerra hubiera sido, también, haber ganado que una sola lengua se expresara por encima de las otras.

Prohibir las lenguas para que fuera una sola lengua nuestro modo de conducirnos en la vida cotidiana tampoco sirvió de nada; en aquellos años, cuando llegué a Barcelona, por ejemplo, o cuando desempeñé mi oficio en Euskadi o en Galicia, sentí que en estos territorios en los que hablar sus propias lenguas era el gesto natural de las conciencias resultaba imposible expropiarlos de un bien con el que habían nacido también sus antepasados. Y su manera nobleza de entender por encima de las bombas y de las burlas.

Tener miedo de hablar una lengua porque así lo mandaba la dictadura ha sido de los castigos más ominosos que se inventó la oscuridad de los victoriosos para hacer más invivible entonces la vida. Y ahora, discípulos de aquella maldad, personas que, no siendo así, siendo además poetas o escritores, libres porque viven en un país que sería más grande si respeta la grandeza de las lenguas ajenas, se inscriben en el lado de los que prohibirían que el de enfrente hable de otro modo.

Que otros tuvieran la hermosa experiencia de hablar en otras lenguas y también de hablar las lenguas propias siendo otras y también hermanas. Dijeron, en aquellos ominosos años de plomo, que no era una aspiración sino una certeza, que España era Grande y Libre. Disparaban contra banderas que resultaron ser tan hermosas como las que la Constitución habría de sancionar como españolas, y humo muertos también a paz solo porque se arropaban con colores odiados, como esos puños que ahora han sido arrojados contra los escaños del adversario…

Con lo hermoso que es el vocablo plural, dicho en rojo o en canelo (canelo es un hermoso vocablo que, en Canarias, también remite a la nobleza de los bellos animales de las praderas), ¿por qué se empeñan en quedarse solos con su lengua propia?

Si pudiera, si los tuviera a mano, si uno mismo los hubiera leído, si cupieran en el cesto de mis aprecios y de mis deseos, llenaría ahora mi mano de páginas y de palabras en las que estuvieran, saltando, vivas, las que se dicen en otra lengua, sea esta mía o de cualquiera que fuera aquella, aquel verso, aquella canción, aquel puño abierto que permitiera entendernos hasta sin hablar.