Opinión | LA VENTANA LATINOAMERICANA

Guatemala: la semilla de la discordia

Para falsear la voluntad popular expresada a través del sufragio hay que tener una potente maquinaria política, acceso al aparato del Estado y control de los mecanismos y recursos electorales, comenzando por el recuento de los votos

guatemala 43.jpg

guatemala 43.jpg

Cuando todo parecía que se iba a resumir en una batalla a dos, entre Sandra Torres y Bernardo Arévalo, del movimiento Semilla, la verdadera sorpresa de las elecciones guatemaltecas, se produjo un hecho inusitado que cambió radicalmente el guion. Contra todo pronóstico y vulnerando claramente la legalidad, la Corte de Constitucionalidad suspendió el proceso para proceder, si cabe, a un nuevo recuento de votos. Rápidamente emergió la palabra maldita pronunciada en estos casos: fraude. Una palabra que pretende legitimar cualquier iniciativa contraria a la voluntad popular. Como si cualquiera que no esté próximo al poder pudiera cometer fácilmente un fraude electoral. Aunque en este caso particular la distancia que separa al movimiento Semilla y a su candidato Arévalo de posiciones de poder es enorme.

Para falsear la voluntad popular expresada a través del sufragio hay que tener una potente maquinaria política, acceso al aparato del Estado y control de los mecanismos y recursos electorales, comenzando por el recuento de los votos. A esto hay que sumar la presencia de esa misma maquinaria en todo el país o, al menos, allí donde se encuentran las mayores bolsas de fraude. Y si manipular el resultado electoral es complicado, aunque no imposible como muestra la evidencia histórica, hacerlo a gran escala es más difícil todavía. El gran problema de las elecciones de Guatemala es que una fuerza situada teóricamente muy lejos de los favoritos de repente recibe el segundo mayor caudal de votos, excluidos los nulos, y cualifica para el balotaje. Pero anular más de 200.000 votos que separan al segundo del tercero, es difícil, aunque no imposible incluso en un sistema político tan permeado por la corrupción y la manipulación de la ley, como el guatemalteco.

El campanazo dado por Arévalo hizo saltar todas las alarmas. De ahí que se lo presente como el gran enemigo público del orden establecido, el responsable de conducir a Guatemala hacia una nueva Venezuela, con todas sus implicancias, el exterminador de la libre empresa y de los valores cristianos (según clama una verdadera jauría de «pastores» evangélicos, más lobos que corderos). Pero, como señaló correctamente Rogelio Núñez, Arévalo no es un político anti-sistema, tampoco el movimiento Semilla, sino un político claramente alineado contra este sistema, contra el sistema que rige la vida de los guatemaltecos y ha capturado de forma torticera el aparato del Estado.

Este sistema ha permitido, desde los últimos procesos electorales, la degradación constante del gobierno. Cada presidente que llegaba era más corrupto que el anterior y buscaba cooptar o manipular a la administración en sus diversos niveles y poderes, especialmente el Judicial. Por eso no ha sido infrecuente, desde ya hace algunos años, que se termine excluyendo del juego electoral a aquellos candidatos que eran una amenaza potencial para el establishment, un establishment alineado con la corrupción, o decidido a tolerarla. Fue el caso de Thelma Aldana, la ex fiscal general que intentó infructuosamente en 2019 ser la candidata presidencial de Semilla.

En el llamado "pacto de corruptos" no solo están los cleptócratas que esquilman al estado desde el poder o los que amasan ingentes ganancias echando mano del crimen organizado, sino también buena parte del "empresariado nacional". Incluso, hasta ahora, había sido muy difícil encontrar algún proyecto político de derecha o de centro derecha que abogara por la regeneración del sistema, la recuperación de los ideales republicanos y el fortalecimiento de la democracia y la división de poderes.

El triunfo de Arévalo cuestionaría el orden establecido. No sería un soplo de aire fresco en un ambiente enrarecido, sino un vendaval que podría acabar con muchas posiciones de privilegio conquistadas tras ardua labor y durante tanto tiempo. 

La cuestión es si podrá ganar. Para ello, en primer lugar, es necesario que se afronte la segunda vuelta sin amenazas procedimentales. Pero luego, y más importante, saber si los profundos aires de cambio presentes en la sociedad guatemalteca, especialmente entre los jóvenes, podrá imponerse a la resistencia de los corruptos, de los dirigentes políticos tradicionales, de los pastores evangélicos y de todos aquellos que claman, en la estela de Nayib Bukele, por ley y orden (aunque sea a garrotazos) y la plena vigencia de la moralidad valórica. 

Para todos ellos, Sandra Torres se ha convertido en su principal opción. Una opción claramente buscada por la candidata, que decidió renunciar a una serie de valores que tradicionalmente había defendido, a tal punto que se presentaba como socialdemócrata y su partido, Unidad Nacional de la Esperanza, está afiliado a la Internacional Socialista. Pero si algo representa Torres en esta oportunidad es a la continuidad, al más de lo mismo, a la imposibilidad de un cambio, por más mínimo que sea.

De momento no es nada fácil despejar la ecuación y predecir el resultado de la segunda vuelta. Ya vimos la poca consistencia de las encuestas (a Arévalo le hubiera correspondido el 3% del voto, pero obtuvo el 12%). Habrá que ver como se posicionan algunos dirigentes, como Edmond Mulet, pero muy especialmente qué ocurre con los cientos de miles de guatemaltecos que votaron nulo o que, sencillamente, ni siquiera se molestaron en ir a votar, totalmente desmotivados. Si Arévalo consigue movilizar a estos vastos sectores sociales todavía habrá esperanza de que algo pueda cambiar en Guatemala.