Opinión

Mar Mato

Réquiem por un sombrero

Desde la nube, nunca se pierde el contacto con la tierra por muchos giros que den los tornados. A veces, la velocidad es tan violenta que no se puede echar el freno, reflexionar y actuar. En otros instantes, parece que la calma amansa pero te das cuenta de los daños que no puedes arreglar desde la supercelda tormentosa. Son momentos en los que las corrientes de aire sofocado quedan atrapadas.

En uno de estos virajes la encontré a ella. Yo iba con la cara pintada en blanco y negro y un velo de Catrina. Ella llevaba mallas granates, un estiloso abrigo tres cuartos negro más un sombrero de copa azabache blando. Era el chapeo que siempre quise tener y nunca compré; me recordó mi yo adolescente. De inmediato, cavilé en Linda Perry con los 4 non Blondes y su “What´s up”.

Era la última hora de la mañana o primera de la tarde de un día granito. Se acercó a nosotros y pidió dinero. Tenía el cabello rubio y largo y parecía sedoso, un cutis perfecto y unos ojos verdes en los que resaltaba, sin embargo, una pupila dilatada en exceso como la de Jared Ledo en “Requiem for a dream”.

Nada le dimos. Se marchó sin gestos y quedé incrustada en las losas de la calle interpelándome por qué no le había preguntado si necesitaba ayuda, si su familia no estaría preocupada.

Me sentí como la madre que ve marchar a una hija por el agujero negro de las galaxias sin retorno. Quise decirle que aún estaba a tiempo de cazar sueños. Pero sólo hablaron mis ojos.

Siete meses después en una travesía urbana de cuatro carriles con una mediana de vegetación por el medio, a punto estuve de atropellar a una persona. Surgió con la mirada y el caminar zombi. Cuando empecé a pronunciar la frase “¿cómo es posible que alguien cruce la calle así...?”, me fijé en el cabello rubio y largo, de esparto. Sus ropas parecían harapos. Semejaba un pino joven abrasado.

Sentí una estaca en el corazón. En las facciones, creí reconocerla, pero sin seguridad. Su cara era un campo de batalla. Estaba demacrada, doblada, con los ojos colmados de esa pena que algunos seres sienten por sí mismos cuando se resignan a no tener una meta.

¿Era realmente ella? ¿Cuántas vueltas había dado esa vida en siete meses? ¿Cuánto le quedaría? ¿Cuánta responsabilidad tienen en las adicciones los genes y las decisiones del individuo, cuánta tiene el sistema, las familias y la sociedad?

El “Lux aeterna” de Mansell comenzó a sonar en mi cabeza con un fundido en la voz de Linda Perry subiendo “la colina de la esperanza hacia un destino”.

Dudé en aparcar el coche y hablar con la joven pero de nuevo no lo hice. Ella se perdió entre los edificios y yo, entre el asfalto. Fue el egoísmo cobarde que me empujó a subir otra vez al tornado.