Opinión | UN CARRUSEL VACÍO

"Profe, ¿podemos usar el móvil?"

He llegado a ver a padres que, para mantener entretenidos a sus hijos, que aún van en carrito, les dan la tableta o el móvil

Chica con ordenador y móvil

Chica con ordenador y móvil / Pexels

Los alumnos ya no piden como "premio" que los profesores les pongamos una película, sino que "les dejemos usar el móvil". Su más feliz aspiración es la de poder entretenerse con una serie de jueguecillos que se descargan en forma de aplicación y que los mantendrían absortos durante horas. Yo, que doy clases en Secundaria y Bachillerato, observo este comportamiento ya desde 1º de ESO, en alumnos de once y doce años. Y me preocupa.

Sería hipócrita negar que la mayoría de adultos estamos enganchados al móvil, pero lo estamos habiendo vivido una adolescencia "libre" de este tipo de aparatos. Mis padres me regalaron mi primer teléfono móvil a los catorce años, pero por entonces no tenían la posibilidad de conectarse a Internet. Se usaban para hablar con los familiares y para intercambiar SMS con los amigos, siempre que te quedara saldo disponible. Los SMS constituían casi un lujo y lo más habitual era comunicarse a través de "toques" –así bautizamos a las llamadas perdidas–.

Por ejemplo, si quedabas con alguien, te comprometías a "darle un toque" cuando llegaras al lugar de reunión. Sin saberlo, creamos un lenguaje curiosísimo. Porque también los toques servían para coquetear: si te gustaba alguien, le mandabas toques sin venir a cuento y era como una forma de decir "me estoy acordando de ti ahora mismo".

Y si la otra persona te respondía con otro toque, el corazón te saltaba dentro del pecho. Lo más parecido al actual Whatsapp era el Windows Messenger, un servicio de chat que dividió a los adolescentes en dos sectores: los que adoptaban un sobrenombre del estilo "sAh_mOoreeNiiKaah_rEsshuLonaa" –combinado con decenas de emoticonos de estrellas y corazones– y aquellos que nos creíamos intelectuales por añadir, tras nuestro "nickname", una cita intensísima de Carlos Ruiz Zafón.

Una niña con una tablet. 

Una niña con una tablet.  / Unsplash

Pero a Messenger tenías que conectarte desde un ordenador; no lo llevabas constantemente en el móvil. Y los "toques" no resultaban una fuente de distracción. Ahora todo es distinto. Los adolescentes no se desconectan de la tecnología prácticamente en ningún momento. Incluso en clase los profesores debemos estar atentos para controlar que no chateen o jueguen por debajo de la mesa. En sus casas, los padres tienen que acudir a filtros de control parental que obligue al aparato a apagarse a cierta hora o que el menor no pueda acceder a determinados contenidos. En ocasiones, ni siquiera eso sirve.

No voy a hablar hoy de los riesgos o de los contenidos inadecuados, porque eso daría para un largo ensayo. Quisiera señalar otra de las consecuencias de la adicción al móvil en edades tempranas: el obstáculo que supone para el normal desarrollo de la imaginación. No es lo mismo tener esa adicción cuando eres adulto que cuando tu mente aún se está formando.

Recuerdo que esta polémica, en la época en la que yo era adolescente, estaba en el terreno de la televisión: el aparato demoníaco por excelencia, el que entontecía a los chavales y les sorbía el cerebro. O incluso en los videojuegos. Y aunque también entrañaran peligro, el móvil resulta aún más amenazador, porque ofrece todas las facetas de una seudovida: cubre la necesidad de ocio –con jueguecitos y aplicaciones– y la social, con redes y chats. La vida de un adolescente podría transcurrir tranquilamente dentro de un móvil.

He llegado a ver a padres que, para mantener entretenidos a sus hijos, que aún van en carrito, les dan la tableta o el móvil. He conocido a niños que, sin haber aprendido aún a hablar, ya tienen una ligera idea del manejo de aparatos electrónicos: saben qué botón pulsar para apagarlo o encenderlo, cómo conseguir que el muñequito de la pantalla se mueva o cante… Todavía no conocemos las consecuencias de esa intromisión de la tecnología en la primera etapa vital; tendremos que esperar unos cuantos años para irlas descubriendo.

A mí me asusta que los niños cada vez tengan que inventarse menos juegos, que cada vez pongan menos a hablar a los muñecos, como hacía yo cuando los dinosaurios de plástico o las barbies vivían grandes aventuras en Saturno o apasionados romances. Y ojo, que nunca estuve aislada de las tecnologías; como la mayoría de los españoles de mi generación, capturé pokémons en la Game Boy y vi La banda del patio en Telecinco. Se trata de no caer en el exceso, de aprovechar las ventajas tecnológicas para avivar la propia imaginación, no para cortarla.