Opinión | VERDIALES

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A pesar del presente continuo de insensatez y estulticia en el que vivimos, la escritura es un compromiso que te cambia la vida y te hace sonreír

Natalia Ginzburg, fotografiada en Roma en 1989

Natalia Ginzburg, fotografiada en Roma en 1989 / EPE

Me han dicho en casa que tengo que sonreír más y escribir de cosas menos tristes. Son buenos propósitos, sin duda, pero nada fáciles, al menos en mi caso. Lo de la sonrisa, siempre medida y discreta, contenida, tiene mucho que ver con mi tendencia a la introversión.

Soy profundamente vergonzosa y por eso, entre otras razones, elegí la escritura como medio de expresión. La exposición a la que pueda conducirme o condenarme, depende de quién me lea, la palabra escrita no me asusta tanto como la que siempre conlleva el lenguaje oral, fácilmente malinterpretable, sobre todo ahora que la vida transcurre en un escenario esencialmente virtual.

Pero me esfuerzo. Por sonreír. Y por escribir sobre cosas bonitas, aunque la tristeza, como canta Ricardo Lezón, la voz de McEnroe, tiene su parte de belleza. No me ayuda el tiempo que me ha tocado vivir, este presente continuo de insensatez y estulticia. Tampoco que haya empezado a escribir columnas de no ficción, relatos en los que la realidad se traviste de seda, justo al acabar de leer una antología de ese mismo género de textos de Natalia Ginzburg (1916-1991).

Ni ahora estamos en años semejantes a los de la década de los setenta ni yo me parezco en nada a la autora italiana (qué más quisiera, pese a que me soliviante su concepción del feminismo), pero una escribe porque lee, porque ha leído y porque leerá, y en esas conjugaciones verbales es inevitable que se cuele la indeseable imitación, el contagio, esa comparación que siempre resulta odiosa.

El caso es que, en uno de los artículos contenidos en Vida imaginaria, libro, por cierto, hasta la fecha inédito en España y recuperado ahora por la editorial Lumen, Ginzburg asegura que encuentra esa época (el texto en cuestión está fechado en diciembre de 1971) “detestable”. Y a mí me pasa lo mismo con esta. No me gusta nada.

Época detestable

Detesto que el probable candidato republicano a las elecciones presidenciales estadounidenses en 2024 sea un señor (el primer expresidente imputado en la historia de Estados Unidos) condenado por abuso sexual y difamación. Detesto que la extrema derecha se haya convertido en la primera fuerza política en Chile tras las recientes elecciones constituyentes celebradas en el país que sufrió la dictadura de Pinochet durante diecisiete años.

Detesto que 81.100 mujeres y niñas fueran asesinadas intencionalmente en todo el mundo en 2021, según los datos más recientes de ONU Mujeres, pero todavía haya quien sostenga que la violencia machista no existe. Detesto que la política española sea espectáculo y sólo eso, nada más, con los candidatos a los comicios municipales y autonómicos del próximo 28 de mayo haciendo promesas electorales como quien canta un chotis, pues todo es una verbena.

Detesto que en nuestro país haya afamadas presentadoras televisivas que incluyen alusiones racistas en sus discursos de recepción de galardones. Detesto que vanagloriosos autores españoles, temerosos de perder el lugar literario que quizás nunca debieron ocupar, nos insulten a las jóvenes escritoras afirmando que queremos premios y "reconocimiento intelectual" sólo por ser mujeres, sin tener, a su juicio, "bagaje alguno". Todo eso detesto, y muchas otras cosas más.

En el citado artículo, Ginzburg reconoce, sin embargo, que alguna vez también ha pensado que su época tiene “cosas esenciales y valiosas a las que no renunciaría por nada del mundo”. Ella menciona los poemas de Sandro Penna, los libros de Elsa Morante y las películas de Ingmar Bergman. Yo podría citar los poemas de Pedro Casariego Córdoba, los libros de Joan Didion, las películas de Greta Gerwig y muchas otras cosas bonitas sobre las que me comprometo a seguir escribiendo. Porque la escritura es eso, un compromiso que te cambia la vida y te hace sonreír.