Opinión | VERDIALES

Mortalidad

Me acuerdo de Joan Didion

El año que aprendí a bailar

Es natural que los padres mueran antes y que sean los hijos quienes, llegado el momento, les cuidemos como ellos lo hicieron. Pero no así, no tan pronto

La escritora estadounidense Joan Didion

La escritora estadounidense Joan Didion / EPE

Empecé a escribir esta columna, la primera que publico en El Periódico de España, hace unos días, en la habitación de un hospital. No tecleé las palabras en un ordenador ni las apunté en el cuaderno que siempre llevo conmigo para anotar los fragmentos de vida que luego, tal vez, decidiré convertir en ficción. Lo hice en la cabeza, que a veces es donde mejor escribo.

Mi padre estaba tumbado en la cama, sin fuerzas más que para dormitar. Yo le observaba sin mirarle directamente por temor a que me descubriera y frunciera el ceño al sentirse aún más frágil. Su generación, la de los hombres que pronto cumplirán setenta años, no está acostumbrada a los cuidados, ni a darlos ni a recibirlos. Pero él lleva enfermo de cáncer doce años y ha tenido que aprender a convivir con ellos. Pensaba, sentada frente a él, atenta a su respiración, en la vulnerabilidad a la que nos condena el dolor, el propio y el ajeno.

En Noches azules (Random House), Joan Didion escribe: “Cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros hijos. ¿Puede haber para un mortal un dolor mayor que ver a sus hijos muertos?”. Quienes perdemos a nuestros padres somos huérfanos, pero en español no hay un término para definir a los padres que sufren la pérdida de un hijo. Carecen, por tanto, de existencia en el lenguaje, la herramienta que sirve para nombrar la realidad, para volverla corpórea, aunque siga siendo incomprensible. Sí lo hay en hebreo, y es una palabra muy hermosa: shakul. Según descubrí leyendo Vivir con nuestros muertos (Libros del Asteroide), de Delphine Horvilleur, viene del mundo vegetal y describe la rama de la vid ya vendimiada, sin fruto.

Aquel pensamiento me condujo al nombre de esta columna, que desde hoy aparecerá cada viernes en la sección de Opinión de este diario: Verdiales (en su primera acepción en el Diccionario, “Dicho de una aceituna: De una variedad oleícola alargada que se conserva verde aun madura”).

Mi madre falleció, de cáncer, cuando yo tenía catorce años. Siempre he pensado más en su muerte que en la mía propia. De hecho, su ausencia, tan dolorosamente presente, ha marcado mi existencia. Cada 21 de junio, la oscuridad se apodera de mi ánimo y todo son tinieblas, incluso la escritura, siempre luminosa, se vuelve negra y densa, impenetrable. Dentro de poco cumpliré los mismos años que ella tenía al morir, lo que quiere decir que a mi edad llevaba ya largo tiempo enferma. Hago esos funestos cálculos, inevitables, y me siento frágil y pequeña y mortal. Un sentimiento recurrente en los últimos días pasados en el hospital.

Mi padre ya ha vuelto a su casa. La enfermedad, inoperable, sigue con él. A estas alturas, se trata de ir ganándole tiempo a la vida. Lo sabe él, lo sabemos todos. Y yo he empezado a pensar, también, en su muerte, en que es natural, porque así lo establece la biología, que los padres fallezcan antes y que sean los hijos quienes, llegado el momento, les cuidemos igual o mejor que ellos lo hicieron. Pero no así, no tan pronto.

No tuve tiempo de conocer realmente a mi madre, de crecer a su lado, de quererla en la madurez, de cuidarla cuando ya estaba preparada para ello, y he llegado a la conclusión de que si soy escritora es para poder contarle todo aquello que no pude decirle. Todavía me quedan muchas conversaciones pendientes con mi padre, demasiadas. Sólo espero no tener que recurrir una vez más a la escritura para poder mantenerlas. Porque hay ocasiones en las que, cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros padres.