Opinión | ELECCIONES

La política tradicional colapsa en Francia

Le Pen intenta deslizarse, sin hacer excesivo ruido, sobre un malestar que Macron, un híbrido ideológico, trata de capear desde la figura presidencial

Carteles electorales de Macron y Marine Le Pen en un París bajo la lluvia.

Carteles electorales de Macron y Marine Le Pen en un París bajo la lluvia. / JOEL SAGET / AFP

Lo ocurrido el pasado domingo en Francia, con la primera vuelta de la elección presidencial, ha dejado algunas evidencias para la reflexión: ha quedado certificado que Emmanuel Macron aspira a la reelección el 24 de abril con más margen del aventurado por las encuestas de la semana pasada; Marine Le Pen se consagra como la cabeza de cartel de la extrema derecha para desafiar al sistema y la izquierda sucumbe estrepitosamente a la división, las rivalidades intestinas y la desastrosa herencia dejada por la presidencia de François Hollande. Ni siquiera atenúa la derrota de la oferta progresista el tercer puesto logrado por Jean-Luc Mélenchon, con una base electoral que incluye componentes de protesta visceral susceptible de trasladar su apoyo en la segunda vuelta a Le Pen.

La otra constatación, no por prevista menos inquietante, es que los grandes actores políticos de la V República, los herederos del gaullismo y de la refundación del Partido Socialista impulsada por François Mitterrand, han naufragado en un mar de contradicciones. Nada de lo que han representado durante más de medio siglo tendrá continuidad en el futuro porque el tenor de la crisis de identidad que deben superar tiene dimensiones históricas.

Ni siquiera el acercamiento a los postulados ultras de Valérie Pécresse, candidata de Los Republicanos, más allá de lo que aconsejaba la prudencia al iniciarse la campaña, ha impedido que el demagogo Éric Zemmour la supere largamente en votos y que, en el colmo del despropósito, una parte significativa de sus electores se puedan inclinar en la segunda vuelta por Marine Le Pen pese a su llamamiento a no hacerlo.

Emmanuel Macron.

Emmanuel Macron. / EFE

 Con ser muchas las causas que explican el desmoronamiento del sistema de partidos tradicional en Francia, quizá la más relevante de todas ellas sea la inadecuación del posgaullismo y de la socialdemocracia al perfil de una sociedad cambiante, cada vez más heterogénea y más alejada de las pautas de comportamiento político forjadas por las grandes referencias personales e ideológicas de la V República. El hecho de que sea Macron la gran esperanza del establishment para poner a salvo el sistema no deja de subrayar este alejamiento de la lógica política del pasado.

El presidente es un híbrido ideológico, acaso un conservador con inquietudes sociales de intensidad variable, que tan pronto defrauda a la derecha tradicional como a la izquierda sociológica, pero que sobrevive a las acometidas del populismo mediante una versión puesta al día de la figura presidencial. Ni es ni pretende ser un continuador de la tradición encarnada por diferentes razones por Charles de Gaulle y François Mitterrand, pero sale relativamente ileso del descontento sin distinción de clases tan presente en todas partes.

Queda por ver si estos atributos del presidente son suficientes para contener a Le Pen dentro de dos semanas o si el voto de protesta más una abstención por encima de lo previsible favorecen a la candidata de la extrema derecha. Las movilizaciones de 2002 para evitar que Jean-Marie Le Pen ocupara la jefatura del Estado y de 2017 para contener a su hija fueron útiles, pero cada vez es mayor el bando de los decepcionados que consideran ineficaz el discurso de las élites políticas, insuficiente para afrontar desigualdades, necesidades y desafíos propios de una comunidad afectada por los desequilibrios de la globalización, el debate sobre la gestión de los flujos migratorios y la erosión del pacto social, tres crisis compartidas por la inmensa mayoría de las sociedades desarrolladas. 

Que sea la extrema derecha la que pueda enarbolar la bandera del malestar social es tan peligroso como inquietante. Conviene no perder de vista, además, las consecuencias que para toda Europa podría tener el extremismo ocupando el Elíseo.