Opinión | LA CAMPAÑA MILITAR

Putin impone el terror

Putin ha ordenado machacar indiscriminadamente las ciudades en las que todavía resiste la población local, al tiempo que incumple sus propios compromisos

Un cartel pide el fin de la guerra en Ucrania, en las protestas de Londres

Un cartel pide el fin de la guerra en Ucrania, en las protestas de Londres / EFE

Apenas dos semanas después de lanzar la invasión sobre Ucrania parece evidente que el plan inicial de Vladímir Putin no ha funcionado. Ni ha logrado controlar territorialmente todo el Donbás ni ha derribado el Gobierno de Volodímir Zelensky. Por el contrario, sus fuerzas se encuentran con una resistencia que no esperaban y la situación sobre el terreno no augura una victoria rápida. Ahora ya prácticamente la totalidad de las fuerzas que Moscú había acumulado cerca de su frontera con Ucrania y en territorio de Bielorrusia (190.000 efectivos) están embebidas en combate, desplegadas en diversos frentes. Eso significa que el 55% de las fuerzas terrestres rusas (340.000 efectivos) están centradas en ese país, cuando, en términos comparativos, EEUU no llegó a emplear más allá del 24% de sus 700.000 efectivos terrestres en los momentos más críticos de su invasión en Irak. Y, aunque ganó la guerra, nunca logró lo que pretendía a partir de la caída de Sadam Husein.

Por un lado, esa realidad visibiliza los errores cometidos por los planificadores militares rusos dado que, al no haber logrado todavía ningún objetivo significativo, se encuentran ahora con enormes problemas para relanzar la ofensiva y rotar unidades con tropas de refresco. Rusia, el país más grande del mundo, está asumiendo un considerable riesgo estratégico al dejar al descubierto buena parte de su territorio frente a otras amenazas. Además, tiene que decidir entre abandonar alguno de los frentes ya abiertos en Ucrania, para poder reforzar los que considere prioritarios -por ejemplo, la conquista de Kiev-, traer tropas de otras partes de Rusia -desguarneciendo otros distritos militares-, forzar definitivamente a su aliado bielorruso -que, de momento, se resiste a colocar sus tropas al lado de las rusas-, o emplear a mercenarios -sean sirios o del Grupo Wagner- para inclinar definitivamente la balanza a su favor. Mientras, y como ya se ve en ciudades como Járkov, Mariúpol y la propia capital, Putin parece claramente inclinado a insistir en la aplicación de una doctrina militar de larga trayectoria histórica: conmoción y pavor. 

Aunque siga sin garantizar el dominio del espacio aéreo, aún tiene un amplio margen de maniobra para aprovechar su evidente superioridad artillera y su desprecio por lo que determina el derecho internacional humanitario para proteger a los civiles de la violencia. Putin ha ordenado machacar indiscriminadamente las ciudades en las que todavía resiste la población local, al tiempo que incumple sus propios compromisos, atacando a quienes se aventuran a través de los pasillos de evacuación acordados. Busca es desbaratar cualquier posible oposición al avance de sus tropas y quebrar la moral de la población.

De esa actitud solo cabe deducir que la ofensiva se intensificará aún más, sin respetar ya ningún límite legal o ético. Un incentivo más para ello son las nuevas sanciones, con la anulación de todas las importaciones de hidrocarburos rusos. Rusia tiene cada vez más prisa para doblegar a Ucrania, antes de que esas sanciones provoquen daños estructurales en la economía rusa y la población se levante contra sus gobernantes ante el notable deterioro de sus limitados niveles de bienestar.