Opinión | LA PALMA

El coste económico de los desastres naturales

Estos días, viendo como la lava en La Palma va engullendo a cámara lenta casas, cultivos y medios de vida, me surge una pregunta. ¿Puede medirse adecuadamente la magnitud de un desastre en las cifras que vemos reflejadas en la prensa – 600 de casas destruidas, más de 1.200 hectáreas afectadas, 20 millones de euros de pérdidas? Estas cifras, dramáticas en sí mismas, no captan el daño, profundo y de larga duración, que un desastre de este tipo provoca en el bienestar de las familias afectadas.

Según un informe de Naciones Unidas en los últimos 20 años se han registrado 7,348 desastres naturales, un 75% más que en las dos décadas previas, con un coste económico agregado de unos 2.97 billones de dólares y un número de fallecidos de más de un millón doscientas mil personas. Los desastres han aumentado en frecuencia e intensidad, y han aumentado también las pérdidas económicas (en general medidas como pérdidas materiales) asociadas a estos eventos. Afortunadamente ha descendido la mortalidad por evento, reflejo tal vez de mejor preparación y prevención frente a los desastres. Pero nada nos garantiza que esta tendencia al aumento de desastres naturales no vaya a seguir acelerándose. Al contrario, la evidencia empírica sugiere que a falta de cambios dramáticos en nuestra respuesta al cambio climático y de una desaceleración del proceso de calentamiento global, la frecuencia e intensidad de los eventos catastróficos de origen natural van a seguir aumentando, y con ello las pérdidas humanas, económicas y sociales.

La medición de los costes económicos provocados por los desastres naturales es algo bastante incierto e imperfecto. Se miden con más facilidad los costes directos de un desastre, la destrucción de bienes, inmuebles e infraestructuras, reportados por las aseguradoras y agregados en un monto monetario. Estas son las estimaciones que copan los titulares de prensa. Por ejemplo, cuando leemos que el terremoto-tsunami de Japón de 2011 costó 188.000 millones de dólares, o que la reconstrucción en EEUU tras el huracán Ida va a costar 95.000 millones de dólares. Aun así, a veces los cálculos iniciales sobrestiman los daños materiales, pues luego hay estructuras que se pueden recuperar. Y otras veces, como en el caso concreto del terremoto-tsunami de Japón, las primeras estimaciones subestiman los costes reales de reconstrucción.

Más difícil de medir son los costes indirectos de un desastre, aquellos que el desastre ejerce sobre la actividad económica de una región, los posibles efectos negativos sobre crecimiento y empleo, por ejemplo, que las políticas públicas tratan de mitigar, pero no siempre con éxito. Este cálculo es más complicado porque estos costes no son de realización inmediata si no que se realizan en el medio plazo, y porque exige predecir como hubiesen evolucionado los indicadores de actividad económica si no hubiese ocurrido el desastre. Además, las propias actividades de reconstrucción y las respuestas de políticas públicas y privadas, si están bien dirigidas, pueden compensar en parte o en su totalidad este tipo de efectos a medio plazo. La evidencia empírica sobre este tema es muy variada dependiendo del tipo de desastre y de su intensidad, así como de la respuesta colectiva al desastre. En general, los estudios sugieren que cuanto más severo el desastre y menos recursos se dirijan a la reconstrucción, más duradero es el impacto sobre la actividad económica y el crecimiento.

Lo más difícil de cuantificar, y lo que menos se estudia, es el impacto de un desastre sobre el bienestar de las personas afectadas. En su informe “Indestructibles”, el Banco Mundial argumenta que al medir la gravedad de un desastre solo a partir del valor de las pérdidas de activos estamos ignorando que el efecto de una perdida material de un monto determinado sobre el bienestar no es el mismo para una persona con recursos que para una persona pobre. El informe estima las pérdidas de bienestar asociadas a desastres naturales de diversos tipos para un conjunto de 117 países, y concluye que, desde la perspectiva de pérdida de bienestar, los daños son hasta un 60% mayores que lo que la perdida de activos sugeriría. Cambia además el mapa de quienes son los más afectados: ya no son las zonas con activos de mayor valor sino las zonas más pobres y las familias más desaventajadas.

Esto importa no solo a la hora de evaluar daños, pero también cuando se trata de evaluar proyectos de reconstrucción y de sentar prioridades. Si los proyectos se evalúan solo en función a el valor de pérdidas que se pueden recuperar o evitar en un futuro, se sesga la selección a favor de proyectos dirigidos a zonas más ricas. Esto a largo plazo se refleja en una disparidad en la recuperación entre zonas y personas. En un estudio detallado de los efectos de larga duración del terremoto de Kobe del 1995, se observa que 15 años después del seísmo, las zonas centrales de la ciudad de Kobe, más industriales y más cerca del epicentro, no habían recuperado sus niveles de ingresos anteriores, mientras que al contrario, las zonas del este de Kobe, no solo se habían recuperado, si no que se habían visto favorecidas de forma permanente por la afluencia de personas y actividades económicas desplazadas del centro.

Estas reflexiones me llevan a concluir que en los esfuerzos que destinamos a la recuperación de una zona tras un desastre natural deberíamos intentar respetar tres criterios: primero, evaluar daños y necesidades no solo en función del valor de los activos destruidos, sean casas, cultivos o infraestructura, sino también en función del impacto de esas pérdidas sobre el bienestar de las familias, o dicho de forma más clara, de la capacidad de las personas afectadas a recuperarse sin ayudas. Esto significa reconstruir de una forma más inclusiva, y no sesgada hacia las zonas de mayor valor. Segundo, reconstruir rápido, ya que cuanto más rápido se reconstruye menor la perdida de bienestar. Tercero, reconstruir mejor y de forma más resiliente, anticipando posibles desastres naturales en un futuro, sobre todo cuando se trata de infraestructuras públicas de gran valor.