Opinión | EL GRAN TRIUNFO DE MESSI

Hombre feliz con lágrimas

La materia del guion era ganar con lágrimas, y cuando acabó el partido hasta quienes lo vimos desde la lejanía nos sentimos argentinos celebrando que Messi es campeón del mundo, un trofeo al que estaba destinado desde antes de nacer

Lionel Messi

Lionel Messi / Tom Weller/dpa

Las lágrimas al fin estuvieron en el lugar de la alegría, el sitio en el que esperaba Argentina desde antes del himno. Un equipo acostumbrado a la suerte y a la mala suerte, parecía haber sido tocado por la primera de las monedas, pero de pronto todo se hizo peor, cuesta arriba, así que cuando el sudoku terrible que fue el partido lo pusieron en su sitio los penales, respiró el graderío, los futbolistas se abrazaron como niños recién salidos de la tortura de un examen cabrón y el capitán, al fin, era un hombre feliz con lágrimas.

Hubo dos momentos, cuando Francia se empeñó, merced al artefacto futbolístico que es Mbappé, en inundar de decepción el corazón de Messi y de los suyos, y otro en el que ya el llanto se puso en el sitio que querían los argentinos, y la albiceleste se proclamó Campeona del Mundo. 

En Catar, lejos de casa, pero como en casa, esas lágrimas, las de Angelito de Di María cuando parecía que Mbappé se salía con la suya, las de Leo Messi cuando éste se salió con la suya en nombre del legendario fútbol de su país. Eso pasó, un fútbol estupefacto, especialmente hecho para hacer más difícil la alegría, puso a Argentina en la obligación de reír y de llorar al mismo tiempo.

Ese fútbol, hecho de espinas y de rosas, rompió por completo las aspiraciones francesas en una primera parte que era como un huerto de flores de primor, con Messi puesto en la parte alta de la balanza y con su adversario mayor disuelto en salmuera. En dos ocasiones la intervención del rosarino generó tal estupor en el área de los franceses que parecía que la segunda parte sería como un himno tranquilo, y así debió tomárselo Argentina, Messi incluido, porque hasta el minuto setenta casi todo iba como una seda. Hasta que ésta se rompió, y por dos veces

El fútbol entonces enseñó una dentadura insólita, la de Mbappé, que se echó el equipo a la espalda y causó en Di María (se vio en la tele), ausente ya en el banquillo, la llantina de los niños cuando se hallan perdidos en un colegio de mayores. Después le pasó al capitán. Messi parecía, en la parte más densa de la prórroga, cuando Argentina padecía un diluvio de plomo, un hombre desolado, un militar al que el ejército mira atónito. 

Di María, sobre el césped del Lusail Stadium.

Di María, sobre el césped del Lusail Stadium. / EFE

El día que nos sentimos argentinos

La rendición de Francia había dado paso a la victoria virtual de Francia, y ahora venía el crujir de dientes de los argentinos, replegados hasta recuperar la respiración y la alegría. En partidos precedentes, el que tuvo a Croacia como contendiente, Messi fue protagonista de varios emprendimientos decisivos, y esta vez se empeñó, en el área francesa, en organizar una fiesta que devolviera la alegría a los hinchas. Su gol lo puso a llorar como un bendito. 

Era un hombre feliz con lágrimas, aquel muchacho que soñó con este trofeo y que pugnó por él muchas veces sin esperanza, en un país que le negó la sal cuando no ganaba, era ahora el que de nuevo se ponía a Argentina a la espalda de sus decisiones. No pudo evitar el 3-3, porque la tarde estaba negada al sosiego, pero el tributo a los penales que tiene el fútbol fue al fin una sesión feliz, desgraciada para los de Mbappé

Ganó el entusiasmo asociado al fútbol, en el que el experto mayor, el mejor cualificado, el chico que perseguía este momento como si quisiera entregarle el trofeo a la abuela que lo mira desde donde él quiera, reiteró la alegría más honda, esa que se oculta dentro del alma y es, simplemente, la felicidad que sólo se cuenta cuando acaba el ruido y alguien te enseña las fotografías de lo que pasó un día en que jugar y ganar no era la materia del guión. 

La materia del guion era ganar con lágrimas, y cuando acabó el partido hasta quienes lo vimos desde la lejanía de una casa en Tenerife nos sentimos argentinos celebrando que Messi, a los 34 años, es campeón del mundo, un trofeo al que estaba destinado desde antes de nacer.