Opinión | GEOPOLÍTICA

Rivalidad y conflicto en el sistema internacional

Celebración por el día de Taiwán

Celebración por el día de Taiwán / EFE/EPA/RITCHIE B. TONGO

¿Habrá una guerra entre China y Estados Unidos? Esa es la pregunta del millón de las relaciones internacionales del siglo XXI. De hecho, todo lo que sucede en el panorama global está atravesado por esta nueva rivalidad geoestratégica, que los más sensacionalistas ya han bautizado como la segunda guerra fría y que incomoda profundamente a la Unión Europea. Estados Unidos ha sido la potencia hegemónica global durante décadas y no puede soportar la idea de dejar de ser el número uno. China, por su parte, ha desarrollado un relato según el cual fue humillada por Occidente en el siglo XIX, se ha ido levantando poco a poco desde la llegada al poder del partido comunista en 1949, cada vez se siente más próspera y segura de sí misma, confía en que su modelo es el mejor (y no se esfuerza por exportarlo pero tampoco le molesta que otros lo emulen) y no está dispuesta a perder el tren de la cuarta revolución industrial -- la de la digitalización y la inteligencia artificial -- como le pasó con las anteriores.

Tenemos, por tanto, una desafortunada tensión estructural en el sistema internacional que hace difícil la cooperación y de la que pueden saltar chispas en cualquier momento. Es desafortunada porque tenemos demasiados problemas globales que sólo podremos resolver entre todos, desde la vacunación hasta el cambio climático, pasando por una mejor gobernanza de la globalización que permita volver a legitimarla. Es estructural porque no depende de quién ocupe la Casa Blanca (Biden es más diplomático que Trump, pero comparte su temor por el auge de China, aunque tal vez no todos sus métodos para afrontarlo). Y las chispas ya las hemos visto -hasta ahora “solo” en forma de guerra comercial y tecnológica- pero haríamos mal en dar por sentado que no puede haber enfrentamientos de más calado porque la historia nos enseña que muchos conflictos son el resultado de errores de cálculo.

Por ejemplo, no es difícil imaginar que China optara por invadir Taiwán (a la que considera parte de su territorio), que Estados Unidos -honrando su compromiso de 1979- enviara tropas para defenderla, y que además pidiera a los europeos, socios en la OTAN, que hiciéramos lo mismo o nos atuviéramos a las consecuencias. A partir de ahí se podría producir una escalada como la que desencadenó la Primera Guerra Mundial en 1914 tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo.

Esto no tiene por qué suceder, pero es innegable que el mundo predecible de reglas e instituciones en el que tan cómodos nos sentimos los europeos -y en el que impera la lógica liberal de las ganancias mutuas de los intercambios económicos, la cooperación y el mestizaje -está siendo sustituido por otro más desordenado, caótico, agresivo y nacionalista. En esta incipiente realidad el ejercicio del poder está cada vez menos tamizado, la ley de la selva le come terreno al derecho internacional y la economía queda cada vez más supeditada a la geopolítica. Es un mundo en el que los líderes fuertes de China (Xi Jingpin), de Rusia (Putin), de India (Modi) o de Turquía (Erdoğan) se sienten cómodos y en el que la Unión Europea, cuyas armas son la negociación, la diplomacia y la profundidad de sus bolsillos -y no la amenaza o el uso del lenguaje del poder (al menos por el momento)-, no sabe bien cómo desenvolverse.

Bajo esta óptica se entienden mejor la caótica retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán o el reciente acuerdo por el que Estados Unidos y Reino Unido facilitarán a Australia submarinos nucleares. Son movimientos en el tablero estratégico global por los que Estados Unidos dejará de ser “el policía del mundo” y concentrará todos sus recursos en aumentar su presencia en la región de Asia-Pacífico para contener y aislar a China. Ésta, por su parte, con su estrategia de la nueva Ruta de Seda, su diplomacia de las vacunas, sus inversiones en África y América Latina y sus prácticas (aprendidas de Rusia) de desinformación o ciberataques, aspira a expulsar militarmente a Estados Unidos de su zona de influencia y a tejer lazos económicos que le permitan reforzarse y ser un modelo de tecno-autoritarismo eficiente y próspero cada vez más atractivo para otros países.

En este contexto, plantear compartir soberanía en acuerdos multilaterales entre iguales, como estamos acostumbrados a hacer los europeos, es cada vez más una quimera. Salvo en contadísimas excepciones, tanto China como Estados Unidos prefieren unas relaciones internacionales en las que los países tengan que decidir en qué bando están y, eventualmente, someterse a cambio de protección y la promesa de prosperidad como pasaba, por ejemplo, en el Imperio Romano. Así, la necesaria reforma de las Naciones Unidas o de la Organización Mundial del Comercio tendrán que esperar mientras se va abriendo paso una lógica neo-imperial de áreas de influencia, antítesis del proyecto de construcción europeo, que se basó precisamente en dejar atrás el imperialismo y el nacionalismo.

La enorme interdependencia económica global, la existencia de armas nucleares y la certeza de que ni Estados Unidos ni China pueden ganar, permite vislumbrar un futuro en el que se evite el conflicto a gran escala. Pero habrá competencia, rivalidad y un cada vez mayor desorden internacional.