CRÍTICA DE ÓPERA

Rossy de Palma y las mujeres que sufren el desamor: un atípico (y controvertido) debut en el Teatro Real

Christof Loy une dos óperas para soprano y orquesta con un monólogo teatral en el pastiche de emociones que desatan 'La voz humana', 'Silencio' y 'La espera'

Rossi de Palma durante su monólogo 'Silencio' en la función triple del Teatro Real.

Rossi de Palma durante su monólogo 'Silencio' en la función triple del Teatro Real. / JAVIER DEL REAL | TEATRO REAL

Tres obras a precio de una. Anoche, el Teatro Real estrenó uno de esos espectáculos que se arman con piezas menudas. ¿El hilván? Rossy de Palma y mujeres aquejadas por el desamor. Se levanta el telón y aparece un apartamento diáfano, gigantesco, blanquísimo. Al fondo, unas cajas de mudanza: una silla roja como único mobiliario. Entran en escena dos personajes. Ermonela Jaho hace de amante abandonada. Gravita alrededor de un teléfono, de esos negros de baquelita que pueden colgarse dando un porrazo. Para darle agilidad a la escena, Christof Loy le ha enchufado un cable kilométrico. Jaho (en el papel de La Mujer) espera la llamada del ex: probablemente, la última. Haciendo mutis, Rossy de Palma vestida de morado, estruja unos papeles y mira compungida.

El argumento de La voz humana, ópera breve de Poulenc basada en un texto de Jean Cocteau es sencillo: la protagonista se arrastra emocionalmente durante 40 minutos. Finge que todo está bien, reconoce que lo echa de menos: ese teléfono suena raro, ¿desde dónde llamará?; sospecha que el mozo he rehecho su vida, relata su atracón de somníferos, se desespera, recuerda el agradable colocón de pastillas (nadie sufre hasta los ojos de calmantes) y decide bailar un último tango con las benzodiazepinas. De Palma contempla la escena con cara de circunstancia: se pasea por el escenario como quien contempla la caída de Constantinopla y se apoya en las encimeras y en los alféizares para soportar el peso del dramón. Con mucho estilo, eso sí: tobillo girado (que eso da mucha prestancia) y pie apoyado en la punta.

La obra es un formidable crescendo de desesperación y agonía que la orquesta subraya machaconamente; la culpa, conste, la tiene la partitura. ¿Que ella se alarma? Chan-chan-chaaan. ¿Un recuerdo feliz? Marchando una evocación con violines. Con todo, Ermonela Jaho, cuyas capacidades vocales está groseramente desperdiciadas en este rol, ofrece una interpretación muy meritoria, sosteniendo la tensión dramática pese a las limitaciones del personaje y de la acción dramática (articulada con la mitad del diálogo que se le ofrece al espectador y en la desesperante inestabilidad de la línea telefónica). Sin embargo, resulta muy difícil empatizar con su mujer (la mujer), una individua que acapara eso que ahora se llaman red flags, la quintaesencia de una relación tóxica. "Pero compréndelo, estoy sufriendo".

Gorka Culebras (El hombre) y Malin Byström (Eine Frau), en 'La espera' ('Erwartung').

Gorka Culebras (El hombre) y Malin Byström (Eine Frau), en 'La espera' ('Erwartung'). / Javier del Real | Teatro Real

Tras la pausa, Rossy de Palma emerge por el costado izquierdo del escenario enfundada en una larguísima cola blanca (el vestuario es asombroso) farfullando un texto en francés. Entre ella y Loy han apañado un pastiche de textitos sobre el amor. Diccionario de citas célebres, una tras la otra. La solemnidad espectral de una mujer envuelta en la blancura de su vestido tarda un par de minutos en disiparse. Más o menos en el momento que se atreve a canturrear. Hay que tener valor. Por si no fuera suficiente, se viene remedo al club de la comedia: chistecitos internos y capotazo al respetable: "Ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio; contigo porque me matas, y sin ti…". ¡Vamos todos! "Porque me muero", completa el público, entregado. Técnicamente, en el preciso lenguaje de la musicología, esto es lo que se denomina una mamarrachada. Sale por el extremo y ovación cerrada. Esta noche hay muchos amigos en el patio de butacas.

Ejercicio musical árido

Tras las palmitas, llega Schönberg. Miren, así no se puede. A estas alturas, da igual si me ponen un Parsifal o una competición de mariachis. Aprovechando el 150º cumpleaños del compositor vienés, el Real ha programado Pierrot Lunaire (coproducida por La Abadía, con dirección de Jordi Francés y protagonizada por Xavier Sabata) y Erwartung, la historia pesadillesca con que se cierra esta velada. La espera, que es lo que significa en alemán, es un monodrama plegado sobre sí mismo, tanto en lo sonoro como en lo argumental. Una mujer (Die Frau) espera angustiosamente la vuelta de su amante. No ha acudido por un motivo de peso: está muerto. En esta versión, la acción se ambienta en el mismo escenario que la obra de Poulenc, bien amueblada, y el muerto está refugiado bajo una pila de ropa sucia. La protagonista parece haberlo apuñalado y la escena termina con las luces del alba: él entra por la puerta, ella despierta del sueño y coge un cuchillo. No conocía esta obra de Schönberg, así que me la estudié antes de ir al teatro. Es un ejercicio compositivo desasosegante, musicalmente árido y vocalmente exigente. Lamentablemente, a esas alturas de la representación, daba todo igual. Cuando me quise reponer del sainete precedente, la pieza iba por la mitad y me costó horrores entrar en la música.

Schönberg, más allá del Moisés y Aarón, dejó un reguero de composiciones breves que los teatros suelen completar con guarniciones variopintas. En Pierrot, Sabata se arrancó con un largo texto de Ovidio que, como le quedaba grande, intentó rellenar sobreactuándolo. A veces, uno va a por el plato fuerte pero acaba empachado con los entremeses.