CRÍTICA

El 'Napoleón' de Ridley Scott: aberración con banderas

Hay quien no ve verosímil el emperador de la película interpretado por Joaquin Phoenix pero aplaude las escenas de acción. Más bien debería ser lo contrario

Fotograma de la película Napoleón.

Fotograma de la película Napoleón. / ARCHIVO

Ernest Alós

La decisión de Ridley Scott de embuchar en dos horas y media de película 28 años más que intensos, los que van del sitio de Toulon que lanza al generalato al joven Napoleón Bonaparte en 1793 a su fallecimiento (en la cama) en la isla de Santa Helena en 1821, ya parecía temeraria de entrada. El resultado lo confirma. Pero no porque la interpretación de Joaquin Phoenix no sea fiel al personaje. Hay tantos puntos de vista discrepantes sobre él (del ogro sanguinario al gran hombre, del tirano al amante empalagoso o el corso que mimaba a su clan familiar e idolatraba a su Madame Mère) que con alguna tenía que coincidir o discrepar aunque fuese por casualidad.

En las pantallas ha aparecido como salido de un cuadro de David o como prefiguración de un Hitler en pleno berrinche, así que hay donde elegir. Ni tampoco la historia de amor con la ambiciosa Josephine Beauharnais es el típico romance encajado con calzador por el equipo de guionistas sin que venga a cuento. Porque sus cartas de amor eran melodramáticas. Sus amantes -el húsar de Josephine sí, pero esas no salen, ni siquiera la crucial Maria Walewska- confirmaban uno de los gags recurrentes de la cinta, que el emperador liquidaba los lances en la cama con más velocidad que con la que despachó al mariscal Mack en Ulm. Y sí, es cierto que Josephine acabó siendo su confidente desde Malmaison tras el divorcio.

Hay quien discrepa de todos estos aspectos, sorteados más o menos aceptablemente por Scott, y de la precipitación de la trama, pero salva las escenas de acción, las batallas y el pim pam pumY no, mil veces no. Allí es donde el director desbarra miserablemente, y no por falta de referentes. Y la excusa de las licencias para garantizar la épica cinematográfica no cuelan: si a algo le sobran a esos 28 años es épica, relato e iconografía reluciente. Y vidas sacrificadas con indiferencia (como sí recoge la simplista cuenta del carnicero de los créditos finales).

Teletransportados

Es difícil saber por dónde empezar. Lo de menos es la atropellada narrativa (encamamiento con una doncella / preñada, tu mujer es estéril, comprobado / Metternich sufre un jamacuco cuando le proponen que la casa de Habsburgo proporcione una archiduquesa casadera y fértil, sobrina nieta de María Antonieta para más humillación / la princesa llega y se va directamente a la habitación con Napoleón / la ya emperatriz está embarazada / felicidades, es un niño, y todo eso en uno o dos minutos) o las tremendas elipsis (pasar de golpe, sin transición y como causa-efecto inmediatas, de la retirada de Rusia en diciembre de 1812 a la primera abdicación en abril de 1814). ¿Ese efecto teletransportación les suena? ¿De Juego de tronos quizá? Pues sí. Porque si vamos a las batallas de Scott, por ahí andaremos. Parece que su modelo haya sido el sitio de King's Landing con la flota ardiendo entre chorretones de fuego valirio o la batalla de los bastardos.

Dejemos eso para más tarde. Hablando de omisiones, en determinado sector tuitero-patriótico, ese que plaga sus perfiles de banderas con la cruz de Borgoña e idolatra a Blas de Lezo, ha dolido que no haya referencia explícita a la guerra de España, esa úlcera en las campañas del gran corso. Solo esos soldados rusos empalados por cosacos sacados de los Desastres de la guerra de Goya y trasplantados a la estepa. La verdad es que no hubiese sido fácil encajarla en un guion ya sobrecargado, que no se decide entre la intriga política, el romance o lo bélico, tres subtramas que se habrían bastado cada una de ellas para una cinta más coherente.

Pero visto el generoso espacio reservado al sitio de Toulon (sí, es cierto que Napoleón supo ver que poniendo la flota bajo fuego francés se solucionaba el problema), no hubiese costado nada dejar caer que esa ciudad estaba ocupada por una flota anglo-española y no solo británica. Y poner alguna bandera rojigualda en algún barco aliado (esos que estallan como si los bombardeasen con misiles Himars, y no con proyectiles metálicos macizos que rebotan en un barco de madera, astillan, rompen y hacen crash, no boom).

La ¿diversión? de Ridley Scott con banderas

Y si hablamos de banderas... A Scott le debieron de hacer descuento. Porque las despliega a troche y moche, sin ton ni son, a tontas y a locas. Los fanáticos de la parafernalia napoleónica gruñirán porque en Austerlitz ondea la tricolor en 1805, siete años antes de lo que tocaría en el Ejército imperial (igual que en la decapitación de María Antonieta a la que Napoleón no pudo asistir) en lugar de lo que correspondería, que si no me equivoco serían estandartes con rombos y triángulos. O que los regimientos británicos lleven varias banderas de más respecto a las dos reglamentarias (con los colores reales y el regimental). Pero la profusión de banderas oversized es absurda. Las posiciones de Wellington en Waterloo aparecen jalonadas de tantas como mástiles hay frente al edificio de las Naciones Unidas. Y hay grupos de soldados con tantos abanderados que uno puede preguntarse quién quedaba con una mano libre para disparar sostener las rienda so blandir un sable.

Repetir la historia como farsa: el 18 Brumario

Marx dijo que la historia se repite, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa, comparando el golpe del 18 de Brumario de Napoleón con el ascenso al poder de Napoleón III. Scott no lo entendió bien. Hace ya de ese golpe original para sustituir el Directorio por el Consulado una farsa, un vodevil con agarrones, golpes de puerta, carreras... (aunque tuvo mucho de eso, abucheos incluidos). El director ha desaprovechado numerosos precedentes, como el Napoleón mudo de Abel Gance, para inspirarse. Su golpe parece de cine mudo sí. Pero sacado de Harold Lloyd.

Hablando de referencias, vayamos a la música. Se echan a faltar clásicas marchas napoleónicas como las trepidantes La victoire est à nous o La marche des bonnets à poils. Pero es un acierto empezar en el París de 1793 con cantos revolucionarios como La Carmagnole o el Ça ira. Aunque este último, en la versión de Edith Piaf... no, el aire de cabaret parisiense de los 50 chirría tanto en pleno el reinado del Terror como esos rasgueos de guitarra flamenca de Hollywood en plena escena mexicana.

Que no es fácil reflejar de forma que se entiendan las intrigas que llevaron a un capitán corso a la corona imperial es cierto. Pero sostener que dejó a sus Ejércitos en Egipto por un ataque de cuernos, y no porque, ante un Directorio tambaleante, se precipitó a aprovechar la ocasión de participar en su derrocamiento en lugar de esperar a que otro se llevase el gato al agua, eso no cuela. Tampoco se entrevistó directamente nunca con Wellington, pero bueno, aceptémoslo como recurso.

Y las batallas

Pues lo dicho. La coreografía de los combates (general dando instrucciones con un gesto que mágicamente obedecen todos sus hombres, y en estos casos estamos hablando de decenas de miles, rodeados de estruendo y humo de pólvora, truco ingenioso para engañar al enemigo, asalto por la espalda y carga, melée confusa en el fango y fuga) tiene más que ver con los zafarranchos seudomedievales de Juego de tronos o Braveheart que con las tácticas napoleónicas. Ese supermapa extendido en el suelo cual alfombra donde Napoleón señala con una clarividencia extraña Waterloo... si, también huele a HBO.

La sección más elogiada de la película por algunos, la batalla de Austerlitz, no hay por dónde cogerla. Y mira que lo que sucedió es perfectamente filmable y serviría también para explicar con eficacia la astucia táctica de Napoleón. Intentemos resumir ese encuentro: el emperador necesita atraer a rusos y austriacos a una batalla decisiva. Toma una meseta (Pratzen), se retira de ella simulando desorden y pánico y toma posiciones al otro lado de un abrupto torrente. Y debilita su ala derecha, contando que rusos y austriacos atacaran por allí para cortarle la retirada a Viena. Estos ocupan los altos, ven el panorama y caen en la trampa, se abalanzan sobre la derecha de Napoleón y ese, con el grueso de sus tropas escondidas, vuelve a asaltar Pratzen. Tras rechazar un contraataque de la mismísima guardia del zar, ya tiene a sus enemigos dispersos y a sus pies. Mientras huyen, bombardea un lago helado (una acción menor, en el que las estimaciones más modestas dicen que quizá murieron 200 soldados enemigos).

¿Según Scott? Los franceses descansan en un campamento. Los austriacos y rusos cargan sin saber que lo hacen sobre un lago helado. Pero las tropas de Napoleón los esperan escondidos en un bosque y caen sobre su flanco. Tras una melée confusa, huyen. Caen en la trampa. Napoleón destapa toda su gran batería oculta hasta ese momento ¡con mantas! y el Ejército de los dos emperadores se hunde en las profundidades como el del faraón en el Mar Rojo, pero con cubitos.

¿Por qué?

Esas cargas a galope tendido

Por otra parte, ver al emperador cargando al frente de la caballería en Waterloo ni sucedió ni podía suceder. El joven Napoleón, jinete mediocre por cierto, sí se tuvo que meter en líos en Lodi o en Toulon (le mataron el caballo, sí, y además acabó con un sablazo en el muslo) pero el Napoleón emperador ya no estaba para actuar como si comandara un regimiento de dragones. El debate entre los waterloólogos está entre si apenas inspeccionó el campo de batalla de Waterloo porque las hemorroides lo estaban matando o si hizo sin descanso lo propio de un general en el campo de batalla: contemplarlo desde lo alto de su caballo, desplazándose ocasionalmente arriba y abajo rodeado de su estado mayor y sus ayudas de campo para animar a las tropas, seguir el desarrollo de los acontecimientos y enviar instrucciones a través de correos (telepatía, no).

En esa batalla no cuadra nada: ni los ingleses se atrincheraron (eso quedaba para los asedios, y Wellington usó su habitual táctica de resguardar su infantería, debidamente formada, en el lado opuesto de las colinas o encerrase en granjas fortificadas) ni todos tenían tan claro desde el primer minuto que los prusianos llegaban ya (por la derecha de Napoleón, no por la izquierda, por cierto) ni era posible que un fusilero (¡con una mira telescópica, me pareció ver!) se ofreciera a pegarle un tiro a Napoleón de campamento a campamento, lo que multiplicaría por muchísimo el alcance real de su arma. Sí declinó una oferta Wellington, diciendo según la leyenda que los generales tenía cosas mejores que hacer que dispararse entre ellos, pero la de cañonearlo mientras arengaba a las tropas.

No es que Scott no tuviera modelos en los que inspirarse. No caen en ninguno de estos errores zafios y sí consiguen reconstrucciones verosímiles el Waterloo de Sergei Bondarchuk (1970) o las adaptaciones (con las batallas de Austerlitz y Borodino) de Guerra y paz de King Vidor (1956) y de nuevo Bondarchuk (1967). Que por cierto contó con la ayuda de 15.000 soldados del Ejército soviético como extras. No hay partida presupuestaria hoy que pague eso. Pero sí la imagen generada por ordenador (CGI). Y en Napoleón hay mucho filtro gris (incluso cuando no tocaría, como cuando debería salir "el sol de Austerlitz") pero poca CGI. Una racaería que no se explica. Basta comparar el cara a cara entre el Napoléon retornado de Elba con el Quinto Regimiento de Infantería que le salió al paso y acabó aclamándolo. Aquí, la escena según Bondarchuk, con Rod Steiger de Napoleón.

Si han visto la película de Ridley Scott, su recreación, sin el cuórum suficiente, parece más bien una de esas adaptaciones cortas de presupuesto para la televisión de los 70, 80 o 90. Pero con filtro gris ceniza. O de la primera temporada de Juego de tronos...

Para acabar. Una de las decisiones más cuestionadas son los cañonazos contra las pirámides de Egipto. La batalla de las pirámides sucedió a unos cuantos kilómetros, o sea que no.

Preguntado por ello, el director dice que es un recurso visual eficaz para explicar que Napoleón destruyó Egipto (bueno, llevó una nutrida expedición científica, de lo que la escena de la momia, no menos imaginativa, es una metáfora más fiel). Y en una de sus entrevistas ha acabado espetando un "¿tú estabas allí?" al discrepante. No, muchos otros lo estuvieron, y a partir de ese torrente de testimonios se ha escrito sobre Napoleón más de lo que cualquier persona humana puede procesar (de lo que este artículo puede adolecer: si señalan errores en los comentarios, estamos abiertos a enmiendas inmediatas).

Ese desprecio al conocimiento acumulado, ese sustituir el análisis crítico por un "a mí me parece de qué" no solo está en la base de películas irritantemente descacharradas, sino de magufismos de todo cariz. Si Napoleón puede bombardear las pirámides (y que un cascote caiga y mate al comandante mameluco, si mis ojos no me engañaron), ¿por qué no pudieron construirlas hombrecitos verdes? Eso no lo arregla ni la versión extendida de cuatro horas que llegará vía Apple. Y que uno, que tiene sus fijaciones y no escarmienta, también verá.