ARTE

Marina Saura, hija de Antonio Saura: "La obra de mi padre no me despierta recuerdos de lo que vivimos juntos. Su obra está separada de mi afecto por él"

Con ocasión de la exposición que le dedica la madrileña Opera Gallery, su hija evoca a un progenitor siempre comprometido con su arte.

Antonio Saura y su hija Marina en Cuenca, en 1987.

Antonio Saura y su hija Marina en Cuenca, en 1987. / Hervé Tirmarche

Juan Cruz

Juan Cruz

Antonio Saura (Huesca, 1930, Cuenca, 1998) fue uno de los agrandes artistas españoles que contó el tiempo de su vida como si estuviera mirando a través de los ojos de Goya y de su perro legendario. La exposición Saura. Pintar como querer, abierta hasta el próximo 6 de noviembre en la recién nacida Opera Gallery de Madrid (Serrano, 56), recoge más de cincuenta papeles y lienzos (Autos de fe, Cabezas, Crucifixiones, Retratos imaginarios, El perro de Goya…) en una sucesión que refleja aquellos tiempos de protesta y paradoja que inspiraba a los artistas que querían explicar, con símbolos, lo que no se podía decir con palabras.

Aquella revolución estética, y moral, tuvo en Saura un exponente que ahora resurge en esta galería recién nacida. No sólo es un homenaje al artista aragonés, como Goya o como Buñuel, sino también una especie de explicación de lo que el arte supuso para quitarle las legañas al país al que él y sus colegas del Grupo El Paso daban el testimonio civil de su pintura. Como si ésta fuera un grito, y también una sátira que tachara la dictadura.

Gilles Dyan, fundador y presidente de Opera Gallery Group, y la directora de la Opera Gallery Madrid, Belén Herrera, dicen, en la presentación del catálogo, que esta exposición sirve “para reivindicar la importancia de Antonio Saura en la escena artística nacional e internacional, su compromiso valiente por la cultura y su trascender la tragedia de la condición humana con sus pinceladas testarudas de protesta, su respuesta artística y política al estado de nuestro mundo”.

Una vista de la exposición.

Una vista de la exposición. / Opera Gallery

La exposición se debe a Olivier Weber-Caflisch, albacea del artista, y a la hija de Saura, Marina Saura, con la que conversamos a través de cuestionario. Ella vive en Suiza, desde donde nos llevó por la ruta de sus impresiones actuales sobre lo que su padre supuso para el arte del que sigue siendo contemporáneo. Su aproximación humana, de hija pero también de conocedora de la profundidad emocional de la que viene su arte, explica a día de hoy lo que ella le vio hacer desde que era una niña mirándolo pintar en casa.

P. ¿Qué recuerdos le traen estas obras que ahora se ven en Opera Gallery?

R. Cuando veo la obra de mi padre colgada, curiosamente, no despierta recuerdos ni de la vida ni de las experiencias que vivimos juntos como padre e hija. Su obra está separada del afecto que le tengo. Con ella tengo una relación que no deja de cambiar, de crecer, de ahondarse. La entiendo y descubro cada día más, pero cuando trabajo en el archivo, lo hago con Saura, el pintor, y no con mi padre. ¡Sería horrible estar a mis 66 años todo el día pegada a papá! Quizás sea porque no hay nada autobiográfico, sentimental ni anecdótico en su pintura. Era un artista cerebral y culto que pensaba mucho en lo que quería realizar. Sí recuerdo que no paraba de llenar sus blocs de notas y de bocetos, que le daba miedo el lienzo en blanco y retrasaba al máximo el momento de ponerse frente a él. Decía que en ese momento decisivo en que un gesto lleva a otro, en ese encadenamiento vertiginoso, la catástrofe está siempre acechando. Por eso, cuando se ponía a pintar, pintaba rápido, con la energía de quien trata de despojarse de todo lo aprendido para llegar a lo más simple y esencial, eso tan difícil de alcanzar. Al final del día, si había sido fructífero, salía agotado del estudio, vaciado pero contento, silbando, con ganas de divertirse, de escuchar música, de cenar con los amigos. Pero cuando no estaba satisfecho permanecía callado, sombrío, triste. Nunca hablaba de su trabajo, no lo comentaba.

Antonio Saura en su taller de Cuenca, 1971./ Jaume Blassi


P. Aquí están sus testimonios, los affiches y los carteles. Él contó la historia de entonces (y también de ahora), pues lo que pinta, lo que dibuja, sigue teniendo vigencia, actualidad.

R. Los carteles son obras de difusión masiva y efímera, por lo general sobre soportes frágiles que están destinados a desaparecer bajo otros miles de carteles que se pegarán por encima en pocas horas. A mi padre le fascinaban esas capas de papel endurecido por la cola que exudaban las paredes de la ciudad, como mudas de serpiente. Alguna vez nos pidió a sus hijas que le trajéramos trozos arrancados para usarlos en sus collages. Por otra parte, como bien apunta Olivier Weber-Caflisch, editor y coautor del catálogo razonado de los carteles de mi padre en el ensayo que lo precede, fueron "un pretexto para salir a la calle" y "un instrumento con el que influir en la realidad". Sobre todas aquellas cosas que le importaban (ya fuera en lo social, lo político, lo cultural o sus propias exposiciones) y sobre las que poco podía hacer (porque en su pintura sólo lidiaba con su mundo interior), el cartel le permitía estar conectado con la sociedad, darse el gusto de lidiar, con papel y tipografía, "esa batalla entre la imagen y el texto" de manera eficaz y palpable. Creo que le gustaban la inmediatez del mensaje, a veces crítico o satírico y también lleno de humor, y el poder hacer algo cuidadísimo, afín a su refinado gusto. Tienen vigencia hoy día porque tienen un diseño sobrio, coherente con su lenguaje y muy contundente, y también porque recorren unos años de la historia reciente de nuestro país.

P. Desde su punto de vista, ¿qué significaron para él esas figuras en las que él y Goya se dicen algo, con el tiempo por medio, esas figuras del perro que pintó Goya y que él transportó a los tiempos actuales?

R. ¿Cómo voy a hablar yo en su nombre cuando él lo expresó tan bien en sus ensayos? En Goya o la contradicción y en El perro de Goya sobre todo. Admiraba en Goya muchas cosas: la expresividad y frescura, lo delicado y brutal, la valentía y maestría en sus grabados, lo portentoso de sus pinturas murales y obras finales. Respecto al Perro, está claro que se identificaba con su melancolía y la extraordinaria osadía de pintar algo tan despojado, ambiguo y crepuscular. A título anecdótico, yo soñaba con tener un perro, y no entendía de ninguna manera por qué mi padre se negaba a tener uno de verdad, sobre todo cuando íbamos al Museo del Prado y se pasaba tanto rato mirando el cuadro de Goya, casi con la nariz pegada al lienzo. Veo la espalda de mi padre con la cabeza del perro asomando por detrás.

La exposición dura hasta el 6 de novimiembre.

La exposición dura hasta el 6 de novimiembre. / Opera Gallery

P. Lo conocí en Tenerife, en tiempos en los que todavía vivía Franco, y luego lo vi sobre todo en Madrid. Era un hombre serio, interior, como un poeta que pintara desde la experiencia, pero también desde la risa. Me gustaría saber cómo lo ve usted ahora, con la distancia del tiempo pero con la cercanía que generan sus cuadro. Y también su recuerdo de padre, de hombre comprometido, de artista.

R. Para mí, mi padre son varios padres, no todos paternales o protectores. Tenía un lado melancólico que exigía silencio absoluto para poder trabajar, algo incompatible con tres niñas bulliciosas como éramos sus tres hijas. Como su trabajo era lo más importante para él, entendimos que teníamos un padre distinto al de los demás, con el que no hacíamos planes ni nos íbamos de vacaciones. Pero nos llevaba a museos, nos enseñaba libros, y nos fabricaba libros de recortes únicos, sólo para nosotras, con fotos y reproducciones sacadas de revistas. Le encantaban el humor absurdo, el disparate y la ironía que nos enseñó a percibir y a tolerar. Atesoro al padre tierno y divertido a quien le gustaba inventar cuentos para que sus hijas los ilustrásemos; decía que los niños, cuando son pequeños, pintan de maravilla, pero que esa etapa dura poco y por eso nos daba materiales buenísimos, nos quitaba los dibujos de las manos antes de que pudiéramos estropearlos ¡y hasta enmarcaba algunos! Me enseñó que hay que procurar trabajar en lo que a uno le gusta, con exigencia y rigor. Como pintor, me parece que crece con el tiempo y me da mucha pena que muriera tan joven. Hizo bien en destruir tantos lienzos porque no le parecía que se correspondieran con lo que buscaba. El artista que hace limpieza es digno de admiración. Era un hombre muy solo y muy valiente a su manera, muy consciente de lo fugaz e inútil del esfuerzo, pero aceptaba el sinsentido de la vida, disfrutaba de ella, le gustaba mucho vivir. Mi padre decía que a lo que aspiraba como pintor era a tres cosas: vivir siendo fiel a sus obsesiones, poder expresarse y vivir de su trabajo. Creo que lo consiguió.