CINE DE SOL Y SOMBRA

'La Marsellesa'… y los tenistas diabólicos

'Casablanca', uno de esos clásicos del cine inmortales al que recurrir miles de veces, también bajo la toalla

Escena de la pelicula 'Casablanca' (1942).

Escena de la pelicula 'Casablanca' (1942). / ARCHIVO

Juanjo Talavante

Juanjo Talavante

Inicio el ritual de ver -o de intentarlo, al menos- una película en mi tablet casi pegado al mar. Estoy medio camuflado bajo un artilugio que sujeta varias toallas tratando de reproducir la mágica oscuridad de una sala de cine. La escena tiene algo de costumbrista, también de berlanguiana. Estoy apenas a dos metros de esas olas que soportan estos días las marchas de un ejército de turistas impregnados en cremas.

Hay a mi alrededor una viruela de bañistas, rastrillos, gafas de buceo, chanclas, neveras convertidas en búnkeres de supervivencia y pelotas de Nivea que siguen con el mismo diseño desde el Paleolítico inferior. Desde bien temprano, en esta primera línea de playa se levantan macrourbanizaciones de sillas plegables. Nada puede representar más fielmente hoy la lucha de clases que esa batalla inverosímil que se vive cada mañana, cuando aún no ha cantado el gallo, en el noble arte de la colocación de esos objetos al pie de las olas moribundas. Parece que se tratase de formar una colosal barricada ante un posible ataque de una especie submarina alienígena.

Es el tetris de la vida, en el que miles de prebañistas corren fieros y raudos en busca de la mejor parcela. Pero lo extraño es que después de colocar las sillas se produce una huida masiva y entonces esa orilla se asemeja a un escenario apocalíptico, como si la vida se hubiera extinguido y esos enseres permanecieran como mudos testigos de lo que otrora representó una civilización.

He elegido Casablanca (Michael Curtiz, 1942), que para mí es una película que de tanto ver es como si no hubiera visto. Saco mis auriculares inalámbricos. Hay una ley universal que dice que todos los móviles caerán tarde o temprano al interior de un inodoro. Y hay otra ley universal que establece que esos cascos sin cable tienen que dar con sus huesos en la arena si estás en la playa. Así que en esa medio penumbra bajo mi mano hasta el suelo, escarbo, muevo y remuevo, pero no hay manera. Bogart y Bergman se impacientan. Sam les entretiene al piano. O eso espero. Al final, el cacharrito aparece.

Entonces hacen su aparición justo delante de mí una doble de Arancha Sánchez Vicario y un primo lejano de Rafa Nadal. O algo parecido. El caso es que la pareja empieza a jugar a las palas con unos artilugios que emiten un horrendo sonido zumbante, algo así como la batería de Ringo Starr. Una palas sonoras, voto a bríos. Lo más parecido que existe en la actualidad a las armas de destrucción masiva. En ese instante se me viene a la mente Rousseau. No por lo del Contrato Social, ni siquiera por lo de Emile, o de la educación. Pienso en Rousseau porque me cae gordo alguien que defiende fervientemente el optimismo antropológico. Porque en ese preciso instante me estoy postulando como fundador de un movimiento nihilista que abrace el pesimismo playero.

Para escapar del sonsonete aprieto los auriculares hasta casi integrarlos en mi fisonomía. Y empiezo a degustar Casablanca. Me cuesta concentrarme en la peli y, para mi desgracia, los raqueteros frenéticos llegan al tie-break, lo que me deja a solo un paso del Big Bang misántropo. En plena batalla de voleas y redobles, la pelotita roja acaba golpeando mi rostro. Uno de los tenistas se acerca hacia mí. Pienso entonces en La Naranja Mecánica, en Pulp Fiction, en Hannibal Lecter… pero mi cuerpo no responde a mi mente y termino por devolvérsela con media sonrisa. Y regreso a Casablanca. Acepto hacerlo con el traqueteo tenístico de fondo. Lo único que pido es que cuando acabe el partido no haya ceremonia de entrega de trofeos.

Y se obra el milagro. Justo a tiempo. El castigo acaba en el preciso instante en que en la película los nazis cantan Die Wacht am Rhein (El guardia sobre el río Rin), un himno patriótico alemán, alrededor de un piano. La escena subraya la obscena provocación de quien se sabe especie invasora. Esa canción se convierte en sinfonía del mal, en el terror cantado para sublimar la estética que devoró la ética, y la música pasa a ser entonces un arma más de dominio.

El mayor Strasser y sus secuaces, vistiendo esos aterradores e infames uniformes, entonan orgullosos su cántico. Pero entonces Victor Laszlo, un líder checo de la resistencia (Casablanca se encuentra bajo el control del gobierno colaboracionista de Vichy) se dirige a la orquesta heroico y orgullosamente desafiante y pide que toquen La Marsellesa. Bogart, sí, el jefe del café, da su aprobación con un gesto a los músicos y arranca el himno, uno de los más bellos de cuantos se han compuesto jamás, con ese Allons enfant de la patrie universal esculpido en piedra en el frontispicio de la historia. Porque, sí, somos hijos de la patria -y del azar- , pienso, incluso esos dos tenistas percusionistas. Allons enfants de la patrie. Somos también un tanto hijos de la revolución, de aquella Revolución Francesa, porque hoy se revoluciona ya poco aunque por estos lares, donde el siglo de las luces se vivió medio en penumbra y la Ilustración fue un que ni pa ti ni pa mí.

La Marsellesa contagia el fervor de los refugiados franceses en ese café y corretea en las lágrimas de emoción que surgen en los rostros de quienes han tenido que salir de su patria para escapar de la vergonzante concesión al Tercer Reich. La orquesta suena al completo con la música compuesta por Claude Joseph Rouget de Lisle (aunque hay quien asegura que la plagió de una partitura del italiano Viatti). Ese cántico, originalmente titulado Canción de guerra para el ejército del Rin, alentaba el coraje y la ilusión de los soldados franceses que acudían a luchar contra los ejércitos de las monarquías europeas. Cuando en 1792 las tropas marsellesas hicieron su entrada en París entonando la melodía esta pasó a extenderse por todo el país y a conocerse desde entonces como La Marsellesa.

Ahora estamos en Casablanca, no en las calles de París, pero el canto resuena en cada rincón de ese café con la misma pasión con que las tropas marsellesas debieron de entonarlo casi dos siglos atrás. La escena simboliza un duelo épico de himnos. Los soldados nazis responden elevando el volumen de su orgulloso canto patriótico, pero el himno francés se impone con la fuerza de unos pulmones desbordantes de coraje y dignidad. La Marsellesa acaba aplastando la soberbia nazi como augurio de aconteceres que acabarían enterrando poco después el horror que asoló Europa durante un lustro.

Otro horror está ahora a solo unos pasos de mi tumbona, de mi pequeña y modesta sala de cine. Los tenistas traqueteros vuelven a atentar contra la humanidad. Están ahí, de nuevo con ese estridente sonido y ese postureo que pretende amortizar ante las miradas ajenas sus horas de gimnasio. Otra vez con la pelotita roja. Otra vez como si protegonizasen la escena final de Whiplash. Entonces, me levanto impulsivamente derribando el tenderete, perdiendo los estribos. Mis auriculares inalámbricos caen a la arena. Estoy de pie, les miro, ellos me miran. Y entonces entono a voz en grito:

Aux armes, citoyens ! Formez vos bataillons ! Marchez, marchez ! Qu'un sang impur Abreuve vos sillons ! (¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchad, marchad! ¡Que la sangre de los impuros riegue vuestros campos!).

Se hace un inmenso silencio sólo roto por el sonido languideciente del agua. Pero nadie me mira como miraba Ingrid Bergman a Rick y a Laszlo. Esto no es Casablanca. Aquí no hay himnos que puedan vencer al mal.