CRÍTICA DE ÓPERA

'Turandot' en el Real: un cuento chino

La versión de Robert Wilson, estrenada hace cinco años, vuelve al escenario madrileño proponiendo una lectura maquinal y acelerada del clásico de Puccini

La versión de 'Turandot' que acaba de estrenar el Teatro Real, con su protagonista, la princesa que da título a la ópera y a la que interpreta Anna Pirozzi, en el centro del escenario.

La versión de 'Turandot' que acaba de estrenar el Teatro Real, con su protagonista, la princesa que da título a la ópera y a la que interpreta Anna Pirozzi, en el centro del escenario. / Javier del Real | Teatro Real

Al final de su vida, Puccini intentó renovarse. Es 1924 y el verismo (ese movimiento sentimentaloide que concedió a los desheredados protagonizar las mismas desdichas que hasta entonces solo habían padecido los ricos) se estaba quedando viejo. En 1918, Schönberg había fundado en Viena la Sociedad para Ejecuciones Musicales Privadas para estrenar música de vanguardia, Alban Berg estaba a punto de estrenar Wozzek y habían pasado cuarenta años de la muerte de Wagner.

Ávido de innovaciones, el bueno de Giacomo se enfrascó en la composición de un drama acelerado y maquinal, con personajes planos movidos por inercia. Nos vamos a China. Turandot, la princesa imperial, va a quedarse para vestir santos. Tiene una manía feísima: le encanta decapitar a sus pretendientes. Al príncipe postulante le suelta tres enigmas; al primer fallo, hachazo. En mitad del frenesí por la última ejecución, llega a la ciudad un príncipe destronado que, por pura casualidad, se reencuentra con su padre y la sirviente Liù. La acción sucede a toda prisa: Liù confiesa que permanece junto al viejo descoronado por amor a su hijo, Turandot asoma la patita, el verdugo afila la hoja, el pueblo se queda embelesado por la belleza de la luna, nuestro principito se enamora perdidamente del partidazo homicida, le cortan la cabeza al desdichado candidato anterior, Liù y el viejo intentan hacerlo entrar en razón –tres ministros del emperador (Ping, Pang y Pong) apoyan la moción–, pero el insensato pide sus acertijos a golpe de gong.

Habrá transcurrido media hora desde que se alzó el telón y no cabe un suceso más. Para mayor saturación, no hay ni obertura: treinta segundejos de un motivo obstinado sobre los metales, la voz del heraldo ("Popolo di Pekino! La legge è questa") y la acción se desencadena como un torrente. Cada tanto, Puccini corta este ritmillo frenético con escenas evocadoras (el mencionado arrobamiento lunar o el parlamento de los tres mandarines al comienzo del segundo acto) para, inmediatamente, pisar nuevamente el acelerador.

Los personajes de la ópera parecen movidos por resortes: a Calaf (verdadero nombre del príncipe desconocido), tras mil desventuras, le basta un vistazo para obsesionarse con redimir a la frígida cortacabezas. Si esta motivación no les convence mucho, agárrense. ¿Por qué la heredera de China fulmina pretendientes? Hace muchas generaciones, un forastero violó a una antepasada remotísima y ella está decidida a tomarse venganza. "Vengo de aquella pureza, de aquel grito y de aquella muerte". Cada uno justifica sus impulsos asesinos como puede, oiga. Tiene su miga, sin embargo, que, en vez de cerrar la ventanilla de admisiones, la princesita siga recibiendo candidaturas.

La cosa se pone oscura: al final de su endemoniada aria de presentación (In questa reggia), el tono agrio, helador y dramático gira, súbitamente, en una melodía cálida, casi amorosa. ¿Nos está susurrando Puccini que, en realidad, cuando dice "no" quiere decir "sí"? El compositor no pudo resolver la escena final por un contratiempo con la muerte. Franco Alfano utilizó sus apuntes para rematar un final, empleando el torpe sistema de leitmotivs pucciniano (consistente, esencialmente, en repetir burdamente la misma melodía). No satisfizo a nadie: un casto besín deshiela las entrañas de Turandot, quien proclama su amor ante el desdichado gentío pequinés; se acabaron las ejecuciones públicas.

Una escena del 'Turandot' del Real.

Una escena del 'Turandot' del Real. / Javier del Real | Teatro Real

La versión de Robert Wilson que anoche reestrenó el Teatro Real (ya la vimos en 2018) propone una interpretación mecánica de la obra, poniendo a los cantantes a hacer movimientos completamente antinaturales, repetitivos, desligados de la música. Mostrando la historia como un gran cuento, Wilson consigue soslayar la grosera caricatura cultural que propone la ópera (censurada en China hasta finales de los noventa). La parquedad de elementos escénicos (contraste entre el blanco y el rojo, un vestuario más bien reducido) y el movimiento estereotípico de los personajes en la escena termina siendo irritante, aunque no más que el trío de ministros poseídos (para dar contraste) por el baile de san Vito.

En la noche de su estreno, ataviada con un vestido rojo y un tocado geométrico, Anna Pirozzi hizo de Turandot. Cantó con dureza y decisión, que es todo lo que puede pedírsele a este personaje, regalándonos unos agudos de aúpa. Jorge de León hizo un Calaf de voz congestionada. Comenzó con un canto trémulo que, felizmente, fue ganando firmeza a medida que avanzaba la función: logró encarar el Nessun dorma (el ansiado caramelito) con suficiente arrojo como para concitar uno de los pocos aplausos de la noche. Un defecto similar le encuentro a la Liù de Salome Jicia: su Signore, ascolta sonó un tanto acelerado (entiendo que por decisión del maestro), desligado y falto de dulzura. Liù es la típica mujer pucciniana (grandes tragedias en almas pequeñas), el único personaje con el que se puede empatizar. Se dice que, con ella, Puccini quiso hacerse perdonar una tragedia personal: el suicidio de su criada, Doria Manfredi, a quien su esposa había difamado porque creía que eran amantes. La muchacha se bebió un corrosivo y agonizó durante días; luego, la autopsia demostró que era virgen. Para más inri, el lamento por Liù (que se inmola para proteger al imbécil de Calaf, quien se pondrá en el disparadero dos minutos después) fue lo último que llegó a escribir el compositor. "Liù, bondad, perdona; dulzura, duerme. Olvida, Liù".

Me divirtió mucho el trío de ministros cínicos (los pobres están hartos de malgastar su vida en el engranaje palaciego) encarnado por Germán Olvera, Moisés Marín y Mikeldi Atxalandabaso. Mención especial para el coro, que tiene un papel destacadísimo, y para su excelente director, Andrés Máspero, que se jubila con esta representación y a quien los aficionados tanto debemos.

En el foso, como hace cinco años, Nicola Luisotti, que nos ofreció una interpretación un tanto acelerada, donde los personajes prácticamente se encabalgan, logrando así una versión ágil, con una orquesta con presencia dramática, gracias a un uso casi teatral de la percusión y los metales.

Se cuenta que cuando Toscanini estrenó Turandot en la Scala en 1926, bajó la batuta en el preciso instante de la muerte de su amigo. Robert Wilson ha preferido cerrar con una sutilísima metáfora: una tira de luz blanca penetra pausadamente el fondo rojo de la escena. Finísimo.