OBITUARIO

Se murió Martin Amis: cambió el mundo

"Leyendo aquel libro de Amis fue la primera vez que entendimos que llevábamos mucho tiempo leyendo las novelas policiacas al revés, como si los protagonistas fueran los malos en vez de las víctimas"

Martin Amis

Martin Amis

Eva Cruz

Cuando Martin Amis publicaba un libro, salíamos corriendo a las librerías a comprarlo, como compraríamos luego copas, antidepresivos, u otras drogas. Martin Amis era la vanguardia de la inteligencia, siempre al borde la vida, una vida asomada al abismo del privilegio, a una vida regalada cuyo único objetivo, cuya única justificación, era la inteligencia. Si miras toda esta mierda con listeza, bienvenido.

Si eres tonto, muérete, métete por el culo de tu madre y vuelve al no ser, como en La flecha del tiempo. La frontera entre la vida y la muerte tiembla como un espejismo, las razones por las que estar vivos en este mundo tan malformado, tan cruel y despreciable, son tan endebles, tan puro aire sucio, que más te vale aprovechar la oportunidad para ser listo y gozarlo y saber amar.

Darts, Kieth, Darts!

O ni siquiera saber amar. Se sobreentendía que la inteligencia te iba a dar algún tipo de ventaja en las relaciones personales, en la empatía, en el acompañamiento; pero no. La inteligencia en las novelas de Martin Amis era una cosa afilada y a menudo cruel, casi inversamente proporcional a la felicidad afectiva. Pero ese calor del afecto lo despreciábamos.

Pensábamos que no servía para nada, que con la ironía habíamos sacado billetes a cualquier altura, a cielos protegidos de cualquier frío. De hecho, éramos amigos del frío: el hielo de nuestras copas, el de nuestras miradas, los dedos helados con los que enumerábamos las razones por las que no aceptábamos ni esto ni lo otro, sino solo lo de más allá. Martín nos ponía el foco, iluminaba el camino: vamos por aquí, por aquí van los listos. Este es el lenguaje, y esto lo que podemos hacer con él: retuércelo, diviértete, úsalo, no te dejes usar por él.

The Rachel Papers, Money, London Fields (todas publicadas en España por Anagrama) fueron novelas fundamentales para quienes nacimos en los setenta y nos hicimos mayores en los noventa. Había otros escritores de la generación de Amis que también nos interesaban, y a quienes admirábamos muchísimo, como Ian McEwan o Kazuo Ishiguro o Jonathan Coe, pero Amis era el corazón de esa generación, para nosotros.

El niño malo que sacaba la lengua y hacía lo que quería con el inglés, con el establishment, y con la narratividad. Amis era el escritor gamberro que escribía con el objetivo declarado de llevar la escritura un paso más allá: más allá de la trama, más allá de los personajes, más allá de la prosa y más allá de la moral. Esto último era muy importante, y ahí se encallaban todas las entrevistas con él.

Los entrevistadores querían decirle: eres un PUTO POSMODERMO y no tienes moral. Y él quería decirles: sí tengo moral, pero lo que soy es MODERNO y vosotros no entendéis nada. Nosotros, sus lectores por toda Europa, sí entendíamos: SÍ ENTENDÍAMOS y queríamos saltar de alegría cuando leíamos sus libros, como si estuviéramos en un concierto de OMD (Enola Gay!) o de Depeche Mode. Una alegría de la decadencia, de la desaparición, de la destrucción, de la falta de esperanza: el brillo de la explosión.

Martin Amis era un pijo, él lo sabía, hablaba como un pijo y era el hijo mediano de un señor que vendió miles de ejemplares de novelas intelectuales de humor, que era el mejor amigo de Philip Larkin, el poeta que escribió aquello de they fuck you up your mum and dad, they might not mean to, but they do (“tus padres te joden, aunque no quieran, puede que no lo hagan a propósito, pero lo hacen”).

Martin era un tipo con la vida resuelta y, al tiempo, un tipo con hambre de éxito, hambre por ganarse la vida de la única manera que sabía, para la que llevaba toda la vida formándose, en el ambiente perfecto para llegar a la cima del arte que se trabajaba en su casa: la escritura.

Pero se muere Amis y de pronto nuestra edad avanza, y cambia. Somos otros en el mundo, y estamos solos, porque se murió él

Esa orfebrería de palabras era el armazón de su vida, el único trabajo imaginable. Durante su infancia su padre estuvo casado con Elizabeth Jane Howard, una escritora magnífica, con una imaginación enorme, que supo destilar un tipo de vida inglesa en unas novelas deliciosas, con esa combinación de emoción insondable y oscuro brillo de luna sobre el mar que tiene en España, por ejemplo, Elena Fortún. Son dos escritoras, Howard y Fortún, para las que ha hecho falta que pase el tiempo y deje arena sobre sus libros, para que podamos entregarnos a esa sensación de maravilla arqueológica: ¡teníamos esto y no lo supimos ver! Cómo lo íbamos a ver si estaban ahí Kingsley Amis y toda Gran Bretaña haciendo ruido.

Del ruido de Kingsley surgió Martin Amis, peleando con su cuerpo pequeño, cabezón y flaco, de debajo de la sombra del padre. Fue una lucha larga a la que puso fin en Experiencia, una autobiografía insólita para alguien tan joven, en la que le cupo explicar lo que fue ser hijo de su padre y también lo que supuso ser el primo de una mujer asesinada por uno de los mayores psicópatas de la historia de Inglaterra, Frederic West: la oscuridad que se comió la luz. Qué impresión tuvimos leyendo aquello, el poema de Lucy frente a la imagen de aquel asesino comiendo una cebolla a mordiscos… Leyendo aquel libro de Amis fue la primera vez que entendimos que llevábamos mucho tiempo leyendo las novelas policiacas al revés, como si los protagonistas fueran los malos en vez de las víctimas.

Y esa emoción, ese envés de la moral, lo llevó a su extremo lógico en La flecha del tiempo, la historia del holocausto al revés, la historia del médico que crea judíos a partir de cadáveres escuálidos, una divinidad que crea humanos y ve cómo los nazis se van callando hasta desaparecer y volver al vientre de sus madres. La novela estaba perfectamente ejecutada, aunque era lo que en cine se llama un high concept: se queda contigo, inolvidable, pero tal vez no tenga más recorrido que su propia brillantez, como un cometa que nunca toca tierra.

El tiro de cámara lo puso él. Nosotros luego nos hemos movido unos pasitos allá o acá

Esto se le reprochó mucho a Amis: demasiado listo, demasiado enrarecido en sus alturas morales. Sobre todo una vez que murieron su amigo Christopher Hitchens, y su mentor Saul Bellow, y estaba enemistado con media Inglaterra, tan en medio del Atlántico y tan exitoso que su reino dejó de ser de este mundo. Se puso a escribir sobre Stalin, que de repente era el mal que le quedaba a su altura (con la cantidad de mal que hay por ahí, Amis: ¿Stalin? ¿Nada te quedaba más cerca?) y atacaba molinos aquí y allá, que nos parecían aleatorios e indignos de su mala baba. Dejamos de levantarnos corriendo de la mesa cada vez que sacaba un libro.

Se fue convirtiendo en un señor que no nos miraba como reclamábamos que se nos mirase, que empezó, como Sócrates, como todos los señores antes que él, como nosotras cuando seamos del todo unas señoras, a decirnos: pero vosotras quiénes sois, no me gusta lo que decís; es posible que eso que decís ni siquiera sea decible.

(¡Pero Martin, amor nuestro, eso mismo te lo decía tu padre!)

Pero ahora va y se muere Martin Amis. Martin Amis nos puso el foco. El tiro de cámara lo puso él. Nosotros luego nos hemos movido unos pasitos allá o acá. Pero se muere Amis y de pronto nuestra edad avanza, y cambia. Somos otros en el mundo, y estamos solos, porque se murió él.


Eva Cruz trabaja en Hoy por Hoy (Cadena Ser). Su primera novela se titula “Veinte años de Sol” (ADN).