CONMEMORACIÓN

José Hierro en cien años cumplidos

El escritor Fernando Delgado repasa su amistad con el poeta que nació un 3 abril hace un siglo

José Hierro (1922-2002).

José Hierro (1922-2002). / PD

Fernando Delgado

Vivió en Valencia perdido, pero con mucha devoción. Y Valencia fue parte de su alegría. Me alegró en Valencia. Pero muchas veces crucé con él el viejo puente de Titulcia sobre el Jarama en aquel seiscientos suyo, que era en ocasiones un inexplicable coche de línea en el que cabíamos todos los invitados y otras veces furgoneta cargada de aperos de labranza o materiales de derribo, si se tiene por tales a los objetos que inundaban su casa de la ciudad y encontraban acomodo en su rústica mansión de Los Cohonares, el terreno yermo de ese nombre en el que le gustaba al poeta luchar con la tierra baldía para convertirla en huerto. Porque parte de los sueños de José Hierro transcurrieron en Titulcia, tratando de que el verdor de sus recuerdos de cántabro encontrara espacio en el erial, dándole al erial su aroma de romero o de cantueso y vida a las parras mimadas que traerían uva para la fiesta alucinada de la vendimia; un erial que las ausencias, la enfermedad y, después la muerte de su dueño, convirtieron en espacio de abandono, lleno de hojas secas, en aquella finca de pobre que bautizó con el expresivo y resignado nombre de Nayagua.

Allí creció, porque le fueron saliendo alas con el tiempo, esa casa en la que coincidían hispanistas despistados y profesoras doctas o pizpiretas con poetas y pintores ebrios que le hacían honores a un vino que Hierro se trabajaba y para el que no admitía reparos que hubiera permitido quizá para sus versos. Allí estaba la casa: "Esta casa no es la que era./ En esta casa había antes/ lagartijas, jarras, erizos,/ pintores, nubes, madreselvas,/ olas plegadas, amapolas,/ humo de hogueras...".

José Hierro Premio Cervantes (1999), recibido de manos del director del Festival de Teatro Clásico de Almagro.

José Hierro Premio Cervantes (1999), recibido de manos del director del Festival de Teatro Clásico de Almagro. / MANUEL RUIZ TORIBIO.

Los poetas y estudiosos que allí iban tenían que trabajarse la compañía del poeta siguiéndole por aquellos barrancales en un sube y baja continuo, con sus manos de labriego empeñadas en el golpe de azadón. Solía bromear con la amenaza de que en el bolsillo de sus pantalones de faena guardaba un largo poema inédito y con las bromas sobre si mismo y los suyos se salvaba y nos salvaba de las curiosidades eruditas del estudioso de turno o del peligro de un poeta pelmazo embelesado en su gloria: "No podíamos ser solemnes,/ pues que hubieran pensado entonces/ el gato, con su traje verde,/ el galápago, el ratón blanco,/ el girasol agromegálico...".

Francisco Brines fue quien me llevó a la amistad con Hierro después de muchos años, insistió en la persona que Hierro fue, a la misma gran altura de su condición de creador

Pero Francisco Brines fue quien me llevó a la amistad con Hierro después de muchos años; insistió en la persona que Hierro fue, a la misma gran altura de su condición de creador. Y Paula Romero, su nieta, rogó que el poeta no oscureciera la dimensión del hombre que fue su abuelo. No son obsesiones sentimentales de un amigo y de una nieta, sino el reclamo de un caso de integridad insólita y de dignidad: Hierro no sólo era una de las voces más renovadoras y personales de la poesía española de nuestro tiempo, sino una referencia moral y cívica; un compañero cómplice y alegre, lleno de generosidad y atención para todos. Por eso acertó su yerno al elegir y leer el poema con que lo despedimos: Historia para muchachos.

La voz de Hierro nos recordó, junto a su féretro, los trabajos y los días de miserias, y hasta de cárcel, de aquel muchacho que fue y que él recordaba en el poema junto a su padre en el puerto de Santander. Y en medio de esa historia de dolor, la broma en verso para suscitar una sonrisa entre las lágrimas. Siempre Pepe. Quería que sus cenizas terminaran en el mar de su tierra, pero una parte de ellas estarán en el panteón de ilustres de Cantabria.

Algunos de los ilustres no entenderán qué hace allí aquel antiguo obrerillo del puerto, y Pepe menos, pero como un pez libre se desquitará de la solemnidad del panteón jugando entre las olas. Levantaré por él un vaso de vino, como en las nochebuenas que pasé en su casa, y oiré su voz con la broma que repetía cuando abundaba la copa: "Tome usted la tercera, que no lo vemos". O podríamos gastarle la broma que él nos gastaba cuando nos retrasábamos: al llegar lo encontrábamos simulando que dormía y roncaba, harto de esperar. Pero aquella noche sería la que no llegara. No pudimos oir su risa. Qué tristeza.