LA HUELLA DE UN CLÁSICO

Peter Bogdanovich, el director cinéfilo que encandiló a cineastas y se movió entre la ruina y el éxito

Un repaso crítico a su irregular trayectoria, en la que sobresalen un puñado de películas brillantes y muchos libros imprescindibles para conocer la historia del séptimo arte.

El director Peter Bogdanovich, que falleció el pasado 6 de enero.

El director Peter Bogdanovich, que falleció el pasado 6 de enero. / ARCHIVO

Santiago Rubín de Celis

Cuando se estrenó My Fair Lady (1964) -recordemos: 8 Oscar y 3 Globos de Oro; 72 millones de dólares de recaudación solo en Estados Unidos-, Peter Bogdanovich escribió en las páginas de Esquire que George Cukor había hecho un buen trabajo “considerando las limitaciones de un gran presupuesto”. El juicio, que tiene cierto aire de paradoja chestertoniana, todo un nocaut, a buen seguro consiguió arrancar unas cuantas sonrisas despectivas en Hollywood. ¿Qué director no querría un presupuesto de ocho cifras para su siguiente película? Él, que todavía no había rodado nada, aunque conocía hasta el último fotograma del cine norteamericano, defendía que uno trabaja más duro en una película cuando no le avala un presupuesto sobrado. Una suerte de estoicismo cinematográfico que convierte la necesidad, tal y como suele decirse, en virtud.

Por eso, lógicamente, Bogdanovich había sido uno de los primeros en defender como autores totales a Edgar Ulmer o Joseph H. Lewis, príncipes del cine de bajo presupuesto, cuando no, descendiendo unos cuantos escalones en la industria, del Poverty Row -en el argot de la profesión, y frente a las cinco majors, los míseros dominios de los estudios más indigentes de Hollywood-. Godard, que había dedicado su primer largometraje a Monogram Pictures, uno de ellos, cristalizó esa misma idea en una célebra máxima que afirma que lo único que hace falta para hacer una -buena- película es “una chica, una pistola y un coche”. Esta teoría fue la base de la célebre "política de los autores", iniciada por la cinefilia cahierista, así como de su reivindicación de diversos cineastas de la serie B americana que, rodando, podían renunciar a todo excepto a su estilo. Y esa otra lección sobre las limitaciones de un gran presupuesto es seguramente el mayor legado que nos deja Bogdanovich. Y su desigual filmografía no es más que prueba de ello.

Su primer largometraje, El héroe anda suelto (1968), un thriller a medio camino entre el cine de autor y el exploitaiton en el que el propio Bogdanovich encarnaba a un director cuya ambición era hacer “una buena película de calidad”, fue producido por Roger Corman, pequeño-gran comerciante del cine en cuya órbita se iniciaron jóvenes aspirantes a directores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Monte Hellman o Joe Dante. Poderoso retrato en filigrana de la convulsa América pre-nixoniana, la película fue un insólito éxito económico ya que Paramount, estudio que distribuyó el film, la compró por unos escuetos 150.000 dólares, dando a Corman un beneficio instantáneo de 20.000 sin haberse siquiera estrenado en las salas.

Comedias clásicas

A lo largo de la década de los años 70 -su periodo más activo, en el que realizó 8 largometrajes- fue creciendo dentro de la industria con obras cada vez mayores que, sin embargo, fueron en su mayoría mal recibidas por la crítica. Cintas como La última película (1971), que sigue siendo considerada mayoritariamente su obra de referencia, ¿Qué me pasa, doctor? (1972), Luna de papel (Paper Moon, 1973) o Por fin, el gran amor (1975), su primer gran batacazo. Repletas de guiños cinéfilos, a menudo estaban lastradas, paradójicamente, por no saber distanciarse de sus fuentes de inspiración -el Hawks de La fiera de mi niña (1938) y la screwball comedy resultaban modelos evidentes para ¿Qué me pasa, doctor?, mientras que Por fin, el gran amor remedaba los musicales de la Metro y RKO sin su precisión, estilo ni brío- y por adaptarse a las demandas del star-system y de las grandes estrellas -Barbra Streisand, Ryan O’Neal, Burt Reynolds, Cybill Shepherd- que las interpretaban.

En cambio, dos producciones muy modestas comparadas con las anteriores, que comparten al actor Ben Gazzara como protagonista, resultan entre lo mejor de su obra. Saint Jack, el Rey de Singapur (1979), producida de nuevo por Corman, se deja contagiar del ambiente granuja, del carácter impresionista y de la falta de intriga, en el sentido narrativo del término, de El asesinato de un corredor de apuestas chino (1976) de Cassavettes, para el que Bogdanovich había interpretado un breve papel en Noche de estreno (1977). Todos rieron (They All Laughed, 1981), por su parte, rodada en las calles de Manhattan con un equipo técnico reducido, y que sacó a Audrey Hepburn de su retiro, es una comedia muy personal que sorprende por su ritmo trepidante y por -utilizando la fórmula de Blake Edwards- un “humor serio” no exento de cierta nostalgia.

El propio director confesó en más de una ocasión que aquella era “de lejos mi película favorita de las que he hecho”. Sin embargo, el asesinato de la actriz Dorothy Stratten, a la que su marido disparó poco después del final del rodaje -él también se quitó la vida la misma noche- tras enterarse de que ella le había dejado por el director, hizo que ningún estudio se arriesgase a estrenarla. Bogdanovich tuvo que poner de su bolsillo 5 millones de dólares para su distribución comercial, lo que sumado a su fracaso en taquilla, le condujo al desastre financiero y profesional.

Las tres décadas siguientes el cineasta probó los dominios de la televisión e inició, en lo cinematográfico, un descenso a proyectos cada vez más alimenticios y anodinos, entre los que la excepción podría ser, en cierta medida, ¡Qué ruina de función! (1992), cuyo éxito trató de prolongar con su último film, Lío en Broadway (2014), con la que tiene diversos puntos en común. A pesar de todo, su obra dejó huella en las generaciones de cineastas que vinieron después, y directores como Quentin Tarantino, Sofía Coppola o Wes Anderson le han señalado como influencia directa.

Un gran divulgador

El ámbito en el que Bogdanovich sobresalió indiscutiblemente fue el de la escritura cinematográfica, primero en las páginas de Movie y de Cahiers du cinéma, muchos de cuyos artículos fueron recogidos en el libro Pieces of Time (1973), y más tarde con sus obras -desde hace tiempo clásicas- sobre grandes maestros como John Ford, Howard Hawks, Fritz Lang u Orson Welles: Bogdanovich y Frank Marshall se encargaron de la última -y exitosa- tentativa de completar The Other Side of the Wind (2018), la película inacabada de Welles estrenada finalmente en el Festival de Venecia y más tarde a través de Netflix. También tienen valor sus volúmenes sobre el director Allan Dwan o la actriz Lilian Gish, y sus libros de entrevistas Who The Devil Made It: Conversations with Legendary Film Directors (1997) y Who the Hell's in It: Conversations with Hollywood's Legendary Actors (2004). Una labor que, extendida al cine, dio como resultado los documentales Directed by John Ford (1971) y más recientemente El gran Buster (2018), su último proyecto cinematográfico terminado y en el que celebraba al cómico Buster Keaton.

Su carrera, salpicada de un aura wellesiana de derrota que seguramente no le desagradaría, dio en los últimos años algo más que una impresión de desencanto por el cine y sobre todo con su industria. Cierto escritor norteamericano de éxito afirmó que en América no hay nada que triunfe más que el fracaso. De modo que es posible que las futuras generaciones recuperen la obra de Bogdanovich, incluyendo sus reveses. Mientras tanto, por si acaso, sigamos disfrutando de La última película, de Una señorita rebelde (1974), Saint Jack, el Rey de Singapur o Todos rieron. Esas jamás pasarán.

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