OPINIÓN

Cuando todos opinamos sobre infraestructuras

El transporte de personas y de mercancías ha cambiado modelos de sociedad y laborales. Tras la gran apuesta por el AVE, España debe decidir nuevos desafíos

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Pasajeros en el trayecto Inca-Palma del Cercanías de Mallorca (Islas Baleares).

Pasajeros en el trayecto Inca-Palma del Cercanías de Mallorca (Islas Baleares).

Han pasado 190 años desde que 500 alocados aventureros decidieron llenar el primer vagón de tren para transportar personas de la historia. El vagón, bautizado con el nombre de Experiment, formaba parte de la primera línea de ferrocarril de nuestra historia, que unía las poblaciones inglesas de Stockton y Darlington desde 1825 para transportar carbón. Llegados sanos y salvos a su destino, aquellos pasajeros fueron recibidos por 10.000 estupefactos espectadores que llegaron hasta esa población del centro de Inglaterra. Cinco años más tarde, esa línea ya transportaba a 200.000 personas anualmente.

Tal como cuenta Iain Gately en Rush hour, el desarrollo del tren generó una revolución social y laboral con múltiples implicaciones. La más importante: dónde y cómo vivimos. Trasladarse en transporte público y privado para ir de casa al trabajo es el pan nuestro para la gran mayoría de la población que vive en las grandes áreas metropolitanas del mundo. Si el tren inició la revolución, el coche la amplificó. Mucho ha caído desde 1865. Aquel año, también en Inglaterra, cuna de la Revolución Industrial, se decretó la Locomotives and Highway Act, que obligaba a cualquier vehículo mecánico que viajara por caminos públicos a tener que ir precedido por un hombre que, bandera roja y cuerno en mano, avisara de la llegada del estrambótico cacharro. Este solo podía superar los 6,5 kilómetros por hora. Pero fue Estados Unidos quien se adelantó al Reino Unido en el desarrollo de estos nuevos aparatos. En 1871, el estado de Wisconsin ofreció una recompensa de 10.000 dólares a quien pudiera fabricar un vehículo que pudiera mantenerse a una velocidad de 8 kilómetros por hora durante 320 kilómetros.

Así, hasta hoy. El debate sobre el futuro del ferrocarril y del automóvil y sobre cómo deben distribuirse sus inversiones es un tema que nunca perderá esplendor y en que (casi) todo el mundo tiene una opinión. Afecta a nuestro trabajo, lugar donde vivimos y ocio. También es un debate acelerado por los compromisos de reducir los efectos del CO2 contaminante de nuestras ciudades. El factor verde es ya clave para decidir cualquier inversión en infraestructuras de transporte. Decisiones que afectan también al transporte aéreo y por mar.

Los ciudadanos reclaman, los políticos calibran y los presupuestos administrativos, desde los del Estado hasta los locales, deciden. Las inversiones en estas infraestructuras han de soportar en muchas ocasiones oposiciones territoriales, retrasos en las adjudicaciones y en las ejecuciones, creando quejas y agravios regionales.

Buscar equilibrios y facilitar el desarrollo del territorio es fundamental en cualquier inversión. Relato de dos extremos. Un solo coche -el que conducía yo- surcaba este agosto por la tarde la autovía A-32 que une Bailén con Villanueva del Arzobispo y que debe ampliarse hasta completar los 242 kilómetros con Albacete. Frente a las autovías y carreteras semivacías, este verano ha habido los habituales colapsos de tráfico que unen Sevilla y Cádiz, Barcelona con su entorno de costa y metropolitano y los alrededores de València y otras ciudades del litoral. La España despoblada frente a la España congestionada. Y, en medio de todo ello, todas las políticas alrededor de cómo mejorar el transporte público viario y lograr que gane más peso el parque de coches no contaminantes.

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Más inversiones ferroviarias. Esta es la demanda común, mayoritaria, en el informe elaborado esta semana por activos sobre las principales inversiones en infraestructuras que deben realizar las distintas comunidades autónomas. A la apuesta, con sus caras y cruces, que ha realizado España por el tren de alta velocidad, se le une ahora la necesidad de potenciar y crear más trenes de cercanías que enlacen las áreas metropolitanas y los centros de las grandes ciudades entre sí. Para ello es necesario solventar los cuellos de botella que existen en ciudades como Barcelona. En algunos casos, también se aplica a lograr mejorar la velocidad y la calidad de los trenes regionales y de media distancia por los que no pasa la red de AVE. En otro ámbito, quedan otras apuestas grandilocuentes, generadas por la sociedad civil e igual de necesarias: de ampliaciones de aeropuertos a puertos.

Cualquier inversión en infraestructuras debe medir su rentabilidad, tanto económica como social, por uso. El levantamiento de algunos peajes simbólicos de nuestras autopistas y la posibilidad, no remota, de la instalación de nuevos peajes para las vías de doble sentido, no debe amagar la realidad: al final, directa o indirectamente, estas inversiones se pagan. Y su coste no es, precisamente, barato.