Opinión | DAME UNA NOCHE

Leerse a uno mismo

A veces el autor está tan implicado emocional y físicamente con el libro, que no puede alejarse lo suficiente para mejorarlo

El escritor estadounidense Paul Auster, autor de la reciente ‘Baumgartner’.

El escritor estadounidense Paul Auster, autor de la reciente ‘Baumgartner’. / Edu Bayer

Al final de Baumgartner, de Paul Auster, el protagonista escribe la última frase del último párrafo del último capítulo de Misterios de la rueda, la obra en la que el personaje ha vivido inmerso durante un tiempo. A partir de ese momento, y hasta el mes siguiente, se impone olvidar que el libro está terminado. «Baumgartner se refiere a ese periodo posterior a la producción como el colapso o La señora Dolittle como una cuba o bien, parafraseando el eslogan del antiguo anuncio de Coca-Cola de su infancia, la pausa que refresca», escribe.

Ese lapso de tiempo constituye «el paso fundamental» que hay que dar para poner fin a un libro, porque, después de vivir día y noche con la obra durante algunos años o incluso muchos, cuando «uno la acaba está tan apegado a ella que ya no es capaz de juzgar lo que ha hecho». 

Algunas veces sorprende descubrir hasta qué punto un escritor no sabe expresamente lo que hace. Permanece tan implicado existencial, emocional, físicamente con el libro que no puede alejarse lo necesario de él para evaluarlo y mejorarlo. En ocasiones es cuestión de esperar, y en ocasiones no es cuestión de nada, porque la rueda del mundo no se permite esperas, y el editor tiene que quitarle el manuscrito de las manos para publicarlo.

En una de las notas a pie de página que Martin Amis añadió en su último libro, Desde dentro, puntualizaba que «los escritores no pueden leer sus propios libros (en el sentido usual de la palabra)», y esa era la razón por la cual se escapaban a su atención parte de sus logros y sus errores. En realidad, la nota precisaba que los autores no podían leer sus libros «hasta un año o dos después de haberlos publicado. Siguen corrigiendo, y les siguen asaltando alternativas y oportunidades perdidas. Para ellos la prosa necesita tiempo para asentarse en algo fijo y a prueba de modificaciones».

La distancia perfecta

La nota surgía a propósito de una disertación que el autor de Dinero y Campos de Londres impartió en 1989 en la Universidad de Haifa, en Israel, que había organizado unas jornadas en torno a la obra del premio Nobel Saul Bellow. A Amis le habían asignado hablar de Son más los que mueren de desamor. En el auditorio se encontraban, entre otros, el propio Bellow. «Empecé por decir que yo era el único en aquella sala que la había leído; entre quienes no la habían leído se contaba el propio autor. La ha escrito -argumentó Amis-, pero no la ha leído como yo lo he hecho». Y justo en este punto del texto se incluía la nota al pie. 

Auster a través de una novela, y Amis de una autobiografía, coinciden en algo que cualquier escritor no puede si no aceptar como cierto: que está tan implicado o hundido en su libro, que difícilmente podrá nunca mantener con él la distancia perfecta, como sí le ocurre a un lector. Ese déficit de perspectiva favorece que se urdan logros en la obra al margen de la pretensión del escritor. Para él permanecerán ocultas hasta tiempo, quizá hasta el día que un lector se los descubre.

Pasa más a menudo de lo que muchos autores están dispuestos a admitir. No solo comprenden el alcance de lo que han hecho cuando se lo dicen. Es decir, los lectores le revelan al escritor de qué tratan a veces sus libros, o al menos una vertiente de sus libros. Pasa algo más, que el escritor atina por casualidad, sin haberse propuesto lo que sea que desemboca en acierto. De la misma forma no consigue otras veces descubrir dónde están los errores. De ahí la importancia crucial de un buen editor, que sea capaz de sacar al autor de las oscuras, hondas y estrechas profundidades desde las que escribe.