Opinión | ISLAS A LA DERIVA

La traición del albacea

La publicación de 'En agosto nos vemos', de García Márquez, resucita el 'ritornello' de las últimas voluntades literarias 

Jorge Luis Borges y María Kodama

Jorge Luis Borges y María Kodama / EPE

Hacia el final de su vida, Charles Darwin atendió por carta el requerimiento del periodista Arthur Reade, quien andaba ultimando una investigación sobre el consumo de estimulantes en el trabajo intelectual. Darwin reconoció que disfrutaba de una copa de vino y dos cigarrillos de tabaco turco al día, aparte de persistir en el hábito de esnifar rapé, pero rogó al reportero que preservara su nombre en el anonimato, si bien podía utilizar la información a placer. Tras el fallecimiento del autor de El origen de la especies, Reade hizo públicos los vicios confesados en un santiamén. ¿Tan poco pesa la voluntad de un muerto?

Viene la anécdota a cuento tras la irrupción de En agosto nos vemos (Random House), obra póstuma de Gabriel García Márquez, escrita cuando ya la neblina de la desmemoria se había infiltrado en su cabeza. "Esta vaina no sirve", parece ser que dijo el nobel colombiano. Pero, aun así, sus hijos, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, han decidido echar el carro por el pedregal y publicar la novela justo una década después de su muerte, en el mismo día que habría sido su 97º cumpleaños, perpetrando así, como reconocen en el prólogo, "un acto de traición". 

En un caso bastante parecido, Dimitri, el hijo de Vladímir Nabokov, otro cazador de mariposas amarillas, publicó El original de Laura, quebrantando la voluntad paterna de quemar el manuscrito tras su muerte. Treinta años después, en 2008, Dimitri lo sacó del cajón, despachándose a gusto en el prefacio contra las personas "de imaginación limitada", las "hordas de escribidores" y los "comentadores audaces" que habían juzgado su decisión. "¿Merezco que se me condene o que se me dé las gracias?", se preguntaba con cierta displicencia.

Nada nuevo bajo el sol. Desde Virgilio y su Eneida inacabada, hasta la reciente canción de los Beatles, donde la inteligencia artificial ha rescatado la voz de John Lennon y cuatro acordes de George Harrison. Ahí están también los casos de David Foster Wallace y Stieg Larsson. O la fantasía-impromptu opus 66, que se dio a conocer después de la muerte de Chopin, aunque él habría preferido arrojarla a las llamas. ¿Y qué hay de la publicación de las cartas que James Joyce escribió a Nora Barnacle? ("¿Fue para parecer una niña que te quitaste el pelo de entre las piernas? Me gustaría que utilizaras ropa interior negra"). Por no hablar de las viudas literarias con derechos de autor, como María Kodama, quien bloqueó la reedición de las obras de Borges en Gallimard, publicó libros que el autor argentino se resistía a reimprimir y se permitió eliminar dedicatorias y poemas. ¿Siempre hay que respetar la última voluntad de un escritor?

El mismo Borges llegó a pronunciarse sobre el caso más celebre de un albacea literario que contraviene las instrucciones de un difunto: Franz Kafka había prohibido a su amigo Max Brod la publicación de sus libros. "A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo", dijo el autor de Ficciones. O sea, este asunto es más viejo que el hilo negro, y la supuesta polémica que ahora nos ocupa durará menos que la espuma de una aspirina efervescente.

Pongamos que los hijos de García Márquez hayan dado el paso por dinero. ¿Y qué? El vil metal es tan volátil como coriáceas las formas (honradas) de ganarlo. Ya nos contó Gabo que tuvo que empeñar una estufa pequeña, un secador de pelo (de Mercedes) y una batidora para poder pagar el envío del manuscrito de Cien años de soledad de México a Buenos Aires. Lo que es la vida… Después de todo, seremos sus lectores quienes tengamos la última palabra. En agosto nos vemos me inspira más nostalgia y curiosidad que premura.