CRÍTICA
'Brujas (la muerta)', de Georges Rodenbach: el demonio de la analogía
Esta obra es un juguete fúnebre y morboso que, más de 130 años después de su publicación, todavía fascina e impacta a los lectores
Ricardo Menéndez Salmón
Edmund Wilson caracterizó al simbolismo como la segunda oleada romántica. De este modo, vendría a representar el impulso postrero de ese gigantesco acontecimiento intelectual y emocional que agitó Europa y Estados Unidos entre 1770 y 1870, aproximadamente, encarnando en cumbres literarias como Byron, Goethe, Hugo, Leopardi o Poe, por mencionar a unos pocos elegidos. Y aunque la narrativa simbolista no puede competir con la poesía ni con la pintura adheridas a dicha escuela, algunos de sus frutos sobreviven como experiencias estéticas de primer orden.
"Brujas (la muerta)" (1892), de Georges Rodenbach, puede reclamar por derecho propio esa clase de impacto en el lector. La novela de Rodenbach se alimenta de ciertos lugares comunes del movimiento: la atracción por la muerte, la fetichización del amor, la lectura cifrada y esotérica de la realidad. Conjugando estos elementos, Rodenbach construye un juguete fúnebre, sofisticadamente morboso, en el que cuerpo y piedra, mujer y ciudad, se funden en un réquiem por la pasión que es también una parábola acerca de la imposibilidad de resucitar el pasado.
Amor sin mácula
El demonio de la analogía conduce al protagonista de la novela, un viudo llamado Hugues Viane, a refugiarse en Brujas, la más triste de las ciudades, para guardar luto por su amada. Viane ha levantado en su hogar un museo de la memoria, en el que una trenza del cabello de la muerta es venerada como grial de un amor sin mácula.
Huyendo de lo solar, del bullicio, de la vida en definitiva, Viane se recluye en un escenario lleno de campanas y de humedad, bello como un cromo detenido en el tiempo pero por ello mismo ajeno al porvenir, un mundo que se remansa junto al agua y que se contempla ensimismado, y que provoca en sus moradores peculiares formas de ennui: el gusto por la enfermedad, una religiosidad militante, la deambulación como forma predilecta de matar el tiempo.
La aparición de una mujer extraordinariamente parecida a la esposa muerta será el detonante de nuevas y dramáticas correspondencias. Pues aunque la carne parezca repetirse, el carácter y las motivaciones de la gemela son distintas. Viane se obstina en resucitar una existencia agotada. El precio a pagar por ello es el engaño primero, el desdén más tarde, la tragedia al fin.
La debacle psíquica conduce a la muerte, destino habitual de cualquier forma de paranoia, y la reliquia amada se hace instrumento del dolor. Los muertos, a su modo, son celosos de su estado, y la irrevocabilidad de su condición no debe ser tomada a la ligera. Si todo en Brujas abunda en esa perspectiva de un tiempo inalterable, introducir en sus calles y canales otro relato, un segundo amor, es un asunto delicado.
En 1954, más de sesenta años después de la publicación de la obra de Rodenbach, Boileau-Narcejac volverían a la obsesión por el doble en "De entre los muertos", que cuatro años más tarde Hitchcock convertiría en hito mayor de la historia del cine: "Vértigo". Son los pasadizos secretos y reiterados de un asunto fascinante.
'Brujas (la muerta)'
Georges Rodenbach
Traducción de Cristian Crusat
Firmamento Editores
152 páginas
21 euros
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