REPORTAJE

Japón, el colapso de las imágenes

El destrozo, en 2011, de la central nuclear de Fukushima, fue el origen de la creciente dificultad para delimitar la frontera entre catástrofes naturales y artificiales. En ese contexto, la reconcentrada y espartana cultura nipona sigue siendo un útil barómetro para medir importantes signos de transformación

Trabajadores del servicio de emergencias japonés buscan a supervivientes tras el terremoto que sacudió Wajima a principios de este año

Trabajadores del servicio de emergencias japonés buscan a supervivientes tras el terremoto que sacudió Wajima a principios de este año / EFE

Antonio Puente

Antonio Puente

Una de las imágenes más recurrentes ante los monumentos de las metrópolis europeas, a finales del siglo pasado, eran las ordenadas y sonrientes hileras de turistas japoneses, fotografiándolo todo compulsivamente con sus cámaras de fabricación autóctona. Con el nuevo siglo, fueron desapareciendo a un ritmo inversamente proporcional al de la emergencia china, esta vez en riadas de ciudadanos, con los ojos rasgados del revés, que venían para quedarse en sus herméticos bazares de cada esquina. El seísmo de 2011, en Fukushima, supuso un antes y un después.

La fecha coincidía, curiosamente, con la conmemoración del decenio del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York (y, además, un 11 de marzo, como la ferroviaria matanza de Atocha, de la que se cumplirá, en breve, por cierto, veinte años). Significó el gran icono del mazazo definitivo a la hegemonía mundial de Japón, con el destrozo de su más señera central nuclear. Provocado por un tsunami y un terremoto, ese fue, acaso, el origen de la creciente dificultad para delimitar la frontera entre catástrofes naturales y, digamos, artificiales; esa raya, cada vez más borrosa y enrarecida -con el telón de fondo del cambio climático y el estrechamiento del mundo globalizado-, que nos permita cribar las muertes naturales de las provocadas; las víctimas de seísmos o tsunamis, por ejemplo, de las de guerras o tránsitos migratorios, etcétera, como si todas compartieran ya el imaginario de una única fosa común.

En ese contexto, y con su imperturbable denominación de origen, la reconcentrada y espartana cultura nipona sigue siendo, por eso mismo, un útil barómetro para medir importantes signos de transformación, más allá de los tópicos. En El fin del mundo como obra de arte (2002), Rafael Argullol sitúa, justamente, en la emergencia del hongo nuclear de Hiroshima, el detonante del colapso de las imágenes en la cultura contemporánea. Contra el lugar común de que vivimos en una era de hegemonía de la imagen -cierto sólo si se compara con la centrifugada cultura textual-, también el lenguaje audiovisual resultó, desde entonces, seria y sórdidamente lesionado. Como una pantalla nevada, que hubiese perdido cualquier sintonía, en aquella gigantesca medusa entronizada en los celajes, la cultura icónica quedó también ralentizada. En una especie de babosa sincronía histórica, Hiroshima abarcaría, en un único trazo, el fuego de Heráclito, la llama del apocalipsis evangélico y -amenizado por la música de Wagner en los cascos de Hitler- el horror silente del horno crematorio.

Lejos del tremendismo ante la muerte que ha inspirado la cultura occidental, una luminosa asunción de la despedida preside la ligereza-zen del haiku

Luego, el humo espectral tras el derribo de las Torres Gemelas (altares del centro financiero del planeta), duplicó su bestial mazazo en esa misma demolición nuclear de las imágenes. Y, como anticipo del seísmo, el accidente aéreo y las alertas de tsunami con que Japón ha amanecido de modo aciago en este 2024, resultó peculiarmente macabro que una catástrofe natural se cebara también con el segundo imperio de referencia financiera y simbólica del planeta, justo en el décimo aniversario de aquella anti-odisea del espacio, de 2001, con que el siglo nació. Al igual que aquel suceso de Fukushima, el habido ahora, el primer día de este año, en Wajima -en el centro de Honshu, la principal isla de Japón-, presenta la peculiaridad de que no hay ningún nombre propio detrás; nadie, en principio, a quien pedirle cuentas.

Máscaras

Lo mismo que las de entonces, las imágenes emergen detenidas, inolvidables, letales, con pléyades de gentes estoicamente hacinadas, al control remoto de sus seres queridos desaparecidos (o difuntos: más de un centenar esta vez), y sus casas derruidas, conteniendo cualquier gesto de dolor, sin dar el menor indicio, en cada zoom, de que sumaran hasta treinta mil los evacuados. Mientras se agrieta la tierra, ellos permanecen leves y rígidos como juncos, semejando piezas de engranaje de alguna coreografía del teatro Kabuki o del teatro Noh, y ajustados al guión que, en Confesiones de una máscara, plantea Yukio Mishima, aquel protoescritor japonés que, para predicar con el ejemplo de sus tramas, se hizo el harakiri con su catana. Un lógico desenlace, después de todo, para quien, según cuenta su biógrafo, de niño, su padre lo llevaba a que colocara la cabeza en las vías del tren, con la orden de que sólo la retirara segundos antes del paso del primer vagón... ¡Eso sí que es adiestramiento en el arte de convertirse en una máscara espartana...!

Qué distinto todo, en Fukushima y, ahora, en Wajima, al día después, por ejemplo, del terremoto de Haití o del propio tsunami que, también a comienzos del siglo, asoló a otras regiones asiáticas. El gesto del dolor contenido y precintado en la hendidura mínima de los ojos rasgados, tan lejos del aullido que profieren, por ejemplo, las madres árabes. Tan ordenadamente apostados con lo puesto, da la sensación de que, aún hambrientos, nada tomarían de un supermercado al descubierto, arrasado por el terremoto, si no tuvieran en el bolsillo los yenes con que hacerle frente... En efecto, frágiles y resistentes como juncos, redundantes para con la muerte, que ilustran sus tradiciones y su poesía. No es ocioso que dragones y aves-fénix pueblen su mitología, en señal de resistencia y fuego, incendios cíclicos y resurgimiento de las cenizas. Cada julio, en el Bonmatsuri o Fiesta de los Muertos, se renuevan en los templos y las casas las esteras de paja de arroz y se llenan de alimentos las mesitas lacadas para acoger a los difuntos, que, de hecho, regresan al entorno familiar por tres días, y luego parten en pequeñas barcas construidas ad hoc, con una vela de incienso y un farol, uniformadas por los ríos…

El centro vacío

La casa está muy presente en la literatura japonesa, donde ocurre, como en ninguna otra cultura, que los trapos sucios se lavan en casa. Libro de la almohada, se llama el clásico milenario, y es recurrente la imagen de una choza o una casa en la montaña, donde expiar la soledad y las culpas, como La casa de las bellas durmientes, del premio Nobel Yasunari Kawabata. O el libro autobiográfico Hoojoki, de Kamo no Chomei, que, en 1212, daba cuenta de su retiro a una cabaña tras vivir cuatro desastres: el incendio de Kioto de 1177, el tifón de 1180, la hambruna de 1181 y el terremoto de 1185... Pese a las numerosas prosas que inciden en las catástrofes, con parábolas repletas de castigos indecibles y samurais carcomidos por la culpa, el país que inventó el travestismo (con milenarios personajes femeninos representados por actores) y que ha codificado, incluso, los pasos protocolarios a seguir en un enfrentamiento entre policías y manifestantes, también cuenta con una vasta poesía que desdramatiza la muerte y el desastre.

Así sucede recurrentemente en esos poemas-juncos que son los haikus. La casa es un espacio primordial; y, sin embargo, parece escrito para consuelo ex profeso de esas gentes hacinadas en polideportivos y otros refugios, esta máxima del clásico Masahide: "Ardió mi casa / nada me impide ya / gozar la luna". Un occidental duplicaría su rabia si escuchara semejantes versos al contemplar los escombros de su domicilio. Lejos del tremendismo ante la muerte que ha inspirado la cultura occidental (la célebre consigna de Eliot: “En mi principio está mi fin”), una luminosa asunción de la despedida preside la ligereza-zen del haiku: “Se enciende tan tenuemente / como se apaga: / una luciérnaga” ... “Adiós. / Acabo como todo acaba: / rocío sobre la hierba” ... “Cielo claro. / Por el camino por el que vine / vuelvo” ... O, tal y como previó Kaso Sodon la inminencia de su muerte, “Una gota de agua / se hiela al instante: / Mis setenta y siete años. / Todo cambia de golpe. / Mana agua del fuego”.

Mana agua del fuego, esa es la clave nipona. En rigor, no hay levedad ni gravedad del ser, en la cultura que Roland Barthes definió como "el imperio de los signos", donde las formas prevalecen frente a la insignificancia de los contenidos. Del mismo modo que la comida –“cocinada por cocineros que no cocinan”, sino que parecen practicar artes marciales con materiales crudos- carece de un plato principal, y que, asimismo, las casas no poseen una estancia dominante, todo allí -lo mismo que la disposición de sus ciudades- conduce a un centro que está vacío; después de estos seísmos, de Fukushima a Wajima, doblemente vacío...