Opinión | GARABATOS

Donoso en la mochila

Aún hoy, treinta años después de la primera vez que lo vi, cuando leo y releo sus libros, por momentos siento que sigue ahí, a diez o veinte pasos de mí, mirándome de reojo

El escritor chileno Alejandro Zambra

El escritor chileno Alejandro Zambra / EPE

Debo haber tenido doce años cuando un pasajero despistado olvidó en el taxi de mi tío Fidel Poemas de un novelista y El jardín de al lado, dos libros de José Donoso que no modificaron mi adolescencia, pero que leí con interés. No eran las obras ideales, por cierto, para ingresar al universo donosiano, quizás por eso afronté luego con cierta desconfianza su novela Coronación, que figuraba en la lista de lecturas obligatorias. Recuerdo que la comentamos larga y minuciosamente, en clases que prometían ser tediosas pero fueron, en cambio, apasionantes.

También leí para el colegio algunos relatos de Donoso y sus Tres novelitas burguesas y en adelante lo seguí leyendo por mi cuenta, sin la perspectiva de controles de lectura ni jornadas de análisis. Mentiría si intentara precisar aquí qué me atraía de sus libros entonces, simplemente me gustaban. Conjeturo que en ese mundo de la clase alta chilena, para mí tan distante, llegaba yo a reconocer conflictos y personajes dolorosamente cautivadores y próximos.

Solo una vez lo vi. Una tarde de 1993, a los diecisiete años, con un amigo un poco mayor, que ya estaba en la universidad, Enrique Saldaña, nos colamos en un homenaje no a Donoso sino a Antonio Skármeta que se celebraba en la Biblioteca Nacional. Ni siquiera sabíamos que José Donoso participaría del homenaje, y verlo en el escenario de la Sala Ercilla fue doblemente emocionante, pues justo estaba yo leyendo su novela Casa de campo, que tenía en la mochila.

      –Ando con una novela de Donoso –le dije a mi amigo cuando ya pensábamos en irnos, pues llevábamos como media hora adheridos a la pequeña multitud que disfrutaba del cóctel posterior al evento.

      –Aprovecha de pedirle una firma –me dijo Enrique.

Parecía fácil, la verdad. A diez o veinte pasos de nosotros, copa en mano, el escritor conversaba con unas señoras, o más bien las escuchaba y asentía.

      –No me atrevo –confesé.

      –Pídesela, huevón, si a los escritores les encanta firmar sus libros, son todos súper egocéntricos.

      –De verdad no me atrevo, me da pánico.

      –Pásame el libro a mí y yo le digo que me llamo como tú –me propuso Saldaña.

Así que eso hicimos. Saqué el libro de la mochila, se lo di a Enrique, y nos acercamos a Donoso con toda la escasa elegancia de que éramos capaces. Mi amigo, muy canchero, le pidió la firma sin preámbulos.

      –Encantado –respondió Donoso, sacando un lápiz bic del bolsillo–. ¿Cómo te llamas? –le preguntó.

      –Alejandro Zambra.

      –No –respondió Donoso, con una semisonrisa, mirándome de reojo pero apuntándome con el índice de la mano derecha–. Él se llama Alejandro Zambra.

Donoso firmó mi ejemplar de Casa de campo valiéndose de alguna fórmula rutinaria y no dijo nada más. Durante un tiempo convertí el recuerdo de esa escena en una especie de señal imprecisa. Pero no había nada extraño, por supuesto, en la reacción de Donoso: con solo entrever el momento en que yo le entregaba el libro a mi amigo, el escritor había descifrado nuestra tímida estrategia. De seguro le parecimos una dupla digna de interés: un chico uniformado de escolar y su amigo vestido de hippie, infiltrados en una fiesta más bien modesta y aburrida que solo para ellos era extraordinaria.

Recuerdo que terminé de leer Casa de campo con la sensación a la vez cálida e intimidante de que el autor estaba ahí presente. Aún hoy, treinta años después, cuando leo y releo sus libros, por momentos siento que Donoso sigue ahí, a diez o veinte pasos de mí, mirándome de reojo.