REPORTAJE

Las escritoras y la literatura de quiosco

Mercedes Ballesteros, Josefina de la Torre, Consuelo Sáenz de la Calzada, María Teresa Sánchez Rodríguez, María Fernanda Cano Caparrós o Isabel Calvo de Aguilar fueron algunas de las autoras que escribieron género policíaco durante los años de la dictadura gracias a mecanismos como los pseudónimos extranjeros, en ocasiones masculinos

Ilustración de Pablo García.

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Marta Marne

No tenemos que remontarnos a un pasado muy remoto para descubrir que algunos críticos siguen asociando de forma automática a las escritoras tan solo con literatura escrita para mujeres (como si eso fuese de por sí algo peyorativo). Sigue sin asociarse la experiencia femenina a lo universal, aspecto que nunca ha supuesto un problema para lo masculino. Y aunque es cierto que las cosas han cambiado mucho, no olvidemos que hace solo un par de años un medio cultural arrancaba su listado de mejores novelas del año excusándose; afirmando que debido a la orfandad que nos dejaba que las más excelsas firmas en castellano no hubiesen publicado en 2020 la ganadora había tenido que acabar siendo Sara Mesa.

Observando este panorama, no cuesta imaginar las dificultades que todas aquellas que quisieron dedicarse a las letras debieron de tener en el pasado. Incluso una eminencia como Emilia Pardo Bazán fue rechazada para acceder a la Real Academia Española (RAE) por el simple hecho de ser mujer. Autora que tiene el honor de ostentar el título de ser la primera persona que publicó un relato policíaco en nuestro país, La gota de sangre, en 1911.

Cuando hablamos de género negro-criminal y escritoras la cosa se complica más si cabe. Según los ensayos que recogen la historia de la novela policíaca en nuestro país hubo un parón debido a la dictadura franquista. Pero, ¿fue real? ¿Dejó de escribirse y publicarse género negro en España durante cuarenta años? Sí y no. Sí, porque todos aquellos que decidieron hacerlo tuvieron que emular los patrones foráneos: obras ambientadas en Londres o París, protagonizadas por detectives extranjeros, y mucho más apegadas al patrón de las historias de misterio del estilo de Agatha Christie que al realismo sucio de Dashiell Hammett.

Como afirman Àlex Martín Escribá y Javier Sánchez Zapatero en el artículo Del quiosco al best seller: la novela policíaca en España, ambientar una investigación criminal en nuestro país, en pleno régimen, podía denotar que este no era tan sólido como quería demostrarse. ¿Novelar crímenes violentos aquí? La libertad e imaginación que conlleva la ficción siempre ha sido peligrosa.

TESTIMONIO

Con este panorama cabría pensar que es impensable que una mujer se dedicase a la escritura de novelas policíacas durante esos años. Sin embargo, gracias a mecanismos como los pseudónimos extranjeros –en ocasiones masculinos– tenemos en la historia de nuestro país un buen puñado de autoras que escribieron género policíaco durante los años de la dictadura.

Eso sí, recurrieron a lo que se ha venido en denominar como literatura popular o literatura de quiosco. Obras de muy corta extensión, que se publicaban con una periodicidad endiablada para lo que requiere la composición de una obra, y con una calidad literaria no siempre óptima. Sin embargo, que fuesen capaces de publicar, que en sus historias introdujesen a personajes femeninos fuertes y bien construidos, y que se viesen obligadas a eludir reflejar la sociedad y el mundo en el que vivían, sirve como testimonio de un momento histórico y de lo que implicaba ser mujer y escritora en él.

Uno de los hitos del comienzo de este tipo de literatura fue la fundación de la colección de quiosco La Novela Ideal. Se trataba de un proyecto impulsado por la familia canaria De la Torre debido a los problemas económicos surgidos a raíz de la Guerra Civil. Claudio de la Torre, su mujer Mercedes Ballesteros y la hermana de Claudio, Josefina –la poeta de la Generación del 27, englobada dentro del movimiento de Las Sinsombrero– fueron sus fundadores. Se centraron en narraciones de corte romántico y policíaco, y la intención era obtener ingresos rápidos gracias al éxito que ya tenían estos subgéneros. El plan funcionó, y las ventas les permitieron salir del apuro.

De este modo, tendremos a Mercedes Ballesteros (1912-1995) firmando con el pseudónimo de Rocq Morris tres historias para esta colección: City Hotel en 1938 –que abrirá la colección–, París, Niza en 1939 y El cofre de las piedras azules en 1940. La misma Josefina de la Torre (1907-2022) aportará otras tres narraciones bajo el nombre de Laura de Cominges: El enigma de los ojos grises en 1938, Alarma en el distrito sur en 1939 y Villa del mar en 1941. Consuelo Sáenz de la Calzada (1914-1997) fue otro de los nombres del catálogo con la obra Un muerto en la casa gris en 1942, y María Teresa Sánchez Rodríguez –firmando como María Teresa Largo– con ¿Inocente? en 1944. 

Si Ballesteros, Sáenz de la Calzada y Sánchez Rodríguez se decantaron más por las tramas detectivescas y de misterio, De la Torre demostró tener una clara influencia de la novela gótica y de terror, introduciendo grandes caserones encantados y parajes boscosos. En algunas de ellas encontramos también cierto componente romántico, pero como un rasgo anecdótico en realidad. 

IDENTIDAD

La gallega Isabel Calvo de Aguilar (1916) es uno de los pocos casos en que una autora de literatura popular firmó todos sus trabajos con su nombre. Resulta llamativo porque era frecuente ocultar la propia identidad, más aún si esta estaba vinculada al ámbito académico. Calvo de Aguilar fue la presidenta de la Asociación de Escritoras Españolas, fundación creada en la década de los cincuenta.

Unida a esta actividad creó una obra fundamental, más aún por el momento de su publicación, la Antología biográfica de escritoras españolas. Con ella buscaba desmentir la afirmación de que no existían autoras patrias contemporáneas dignas de mención. Como novelista, podemos encontrar títulos suyos tan interesantes como Doce sarcófagos de oro de 1951 –adaptada a la radio y convertida en película por un productor alemán–, El misterio del palacio chino de 1951 o La danzarina inmóvil de 1954, entre otras. En ellas combinaba las novelas de aventuras con las criminales o de intriga.

María Fernanda Cano Caparrós (1925) más conocida por el sobrenombre de Mary Francis Colt, publicaba sus libros como supuestas traducciones. Esto fue en parte debido a la precisión de su estilo, que consiguió imitar con maestría las novelas británicas gracias a su investigador de Scotland Yard, James Scott. Tal vez lo más singular de su trayectoria sean dos obras de teatro de género policíaco, La mano y la garra de 1972 y La extraña señora Vernon de 1975. Aunque no hay constancia de que se representasen durante la dictadura, sí que ha conocido diversas puestas en escena en diferentes provincias estos últimos años. 

Menos información hay todavía, si cabe, de nombres como Luisa Cases, autora de Homicidio con atenuantes de 1950; Mari Paz Estévez de Castro, novelista de varias historias románticas y de El convoy de la muerte de 1954; Josefina Soler Chías, que firmó como Clement Dulwich El caso de la enfermera Cherry en 1956; Remedios Orad con Matar a una mujer no es nada fácil de 1958; o Maria Dolores Rey, nombre que se escondía detrás de Dolang Reymont con libros como Insectos delatores o Esquivando la muerte de 1958, entre otras.

IMPORTANCIA CULTURAL

Pero sin duda la más prolífica de todas ellas fue María Victoria Rodoreda Sayol (1931-2010), más conocida como Vic Logan. A lo largo de su carrera utilizó más de cuarenta pseudónimos y abordó todo tipo de géneros, desde la ciencia ficción hasta el espionaje pasando por el policial. Fue parte de la plantilla de Bruguera y el éxito que alcanzaron sus libros fue tal que esto provocó que trabajase mano a mano junto a su marido Juan Almirall Erliso.

Tanto fue así que no es fácil saber cuáles de sus historias son de ella, de él, o de los dos trabajando de forma conjunta. Desarrolló su actividad ya en los años 70, en la última década de esplendor de la literatura de quiosco, y solo el listado de obras firmadas como Vic Logan es abrumador: algunos se arriesgan a afirmar que llegó a publicar 700 títulos. En sus tramas se pueden encontrar de manera no tan velada enconadas defensas de la novela popular. 

Y es que, a pesar de lo que pueda parecer en un primer momento, la importancia que esta literatura tuvo en la cultura y la educación de nuestro país fue crucial. Las cifras de alfabetización eran bajísimas, y aquí se procuraba entretenimiento con un nivel lingüístico moderado y una repetición continua de roles para que todo tipo de lectores pudiesen acercarse a ellas sin problema. Quien más o quien menos alguna vez vio entre papeles y revistas en la casa de los abuelos un wéstern de Silver Kane o un romance de Corín Tellado.

Personajes femeninos anacrónicos

No sería raro pensar que las escritoras que abordaron la literatura policíaca de quiosco lo hiciesen imitando a sus compañeros. La mismísima Agatha Christie alcanzó mayor reconocimiento con Hercules Poirot que con Miss Marple: todo parece indicar que los roles masculinos funcionaban mejor y resultaban más verosímiles en un momento en el que las mujeres aún no podían acceder a determinados empleos. Aunque en su mayoría recurrieron a la creación de hombres para interpretar a sus detectives, encontramos alguna excepción. E incluso cuando ellos llevaban las riendas de la investigación, no era raro encontrar alguna compañera que les ayudase llevando el caso, o en su defecto secundarias con carácter y con identidad propia.

Josefina de la Torre en Alarma en el distrito sur (1939) introduce a Mabel Norton, una colaboradora de la policía que trabaja de incógnito tratando de descubrir a un extraño asesino en serie que tan solo ataca a médicos de una zona determinada de Londres. No contenta con eso, también tendremos a una profesional de laboratorio, la señora Bianchetti, alguien fundamental para analizar unas pruebas que determinarán de qué modo están acabando con la vida de todas las víctimas.

Robert Clay será el detective de Cena siniestra (1944). Aquí, se acusa a una esposa de acabar con la vida de su marido, y unos de los elementos que inclinan la balanza en su contra es su carácter y su actitud en el juicio: se niega a presentarse como una viuda apesadumbrada y abatida. La frialdad de su persona y su falta de emotividad harán que los vecinos la sometan a un escrutinio mucho más duro del que emitirá el juez. Sin duda, un personaje femenino que se aleja de los roles que la sociedad de los años cuarenta atribuían a las mujeres.

A pesar de lo que nuestro país consideraba que debía ser una mujer, estas autoras se atrevieron a crear personajes femeninos independientes. La excusa perfecta la daba la obligación de ambientar estas obras en países extranjeros donde el papel de las mujeres no estaba tan infravalorado como en nuestras fronteras.