Opinión | ESTADO-MERCADO

Fallo de mercado existencial

Cumbre del Clima de Glasgow.

Cumbre del Clima de Glasgow. / Reuters

Tras siglos de experimentación con distintos modelos socio-económicos, no hemos descubierto un sistema preferible al de mercado como mecanismo de creación de riqueza. Su capacidad para generar innovación, que a largo plazo es la clave de la prosperidad, es inmensa. Incluso hemos sido capaces de saber qué hacer cuando el mercado falla y, a día de hoy, tenemos soluciones bastante efectivas a sus disfuncionalidades. Por ejemplo, hemos conseguido que el estado provea un buen número de bienes públicos esenciales que el mercado no produce, utilizamos la política económica para suavizar el impacto de las recesiones, regulamos los mercados con la política de defensa de la competencia para evitar los abusos por parte de las empresas con posición de dominio o usamos los impuestos y las transferencias para igualar oportunidades o paliar los efectos excesivamente desigualitarios que genera el mercado. En definitiva, y parafraseando a Churchill cuando hablaba de la democracia, el mercado es el peor de todos los sistemas de organización económica a excepción de todos los demás.

Sin embargo, estamos teniendo enormes problemas para combatir el mayor y más grave de los fallos de mercado: la emisión de gases de efecto invernadero que provoca el cambio climático. Sabemos que, si dejamos a la oferta y la demanda actuar libremente, se emiten demasiados, porque el daño que generan no tiene un precio asignado. Es lo que los economistas llaman una externalidad negativa, que se da cuando los precios de venta de los bienes no reflejan adecuadamente los costes sociales que ocasionan (en este caso, el deterioro medioambiental); es decir, los bienes y servicios en cuya producción se generan gases de efecto invernadero son demasiado baratos. Sabemos que hay varias formas de resolver este problema, como poner un precio a las emisiones y establecer impuestos y subvenciones que modifiquen los incentivos de productores y consumidores.

Pero a nivel global hemos tenido un éxito muy limitado en implementarlas. Y en la cumbre climática de Glasgow que acaba de terminar no hemos alcanzado compromisos suficientes como para que se aleje el riesgo de que la temperatura global suba en media menos de 2 grados para 2100, que es el límite que los científicos nos recomiendan no sobrepasar si queremos evitar cambios dramáticos y ahora desconocidos. En España, lamentablemente, la temperatura media subirá bastante más de dos grados, por lo que necesitamos desesperadamente una solución global.

Nuestro fracaso no se deriva de un insuficiente conocimiento científico ni económico. Tras décadas ignorando o negando el problema y confiando en que la tecnología nos salvaría, la comunidad internacional se ha ido haciendo cargo de la situación. Sabemos más o menos tanto lo que tenemos que hacer como cuáles son las políticas para conseguirlo. Incluso hemos estimado el coste de tomar las medidas necesarias para reducir los riesgos extremos, y, a pesar de la incertidumbre de las estimaciones, parece que hablamos de una cantidad razonable comparada con la alternativa de fenómenos climáticos extremos, subidas del nivel del mar, oleadas de refugiados climáticos o un sinfín de catástrofes más. Las dificultades para actuar son de economía política.

La transición hacia una economía mundial de cero emisiones netas genera ganadores y perdedores y, además, los costes de ajuste están asimétricamente distribuidos tanto entre países como entre sectores dentro de los países. Si a eso sumamos que los costes son visibles y se materializarán a corto plazo mientras que los beneficios son difusos y se darán a largo plazo, se hace difícil llegar a un acuerdo sobre cómo avanzar. Los países emergentes y en desarrollo afirman que los altos niveles de gases de efecto invernadero que ya hay en la atmósfera son culpa mayoritariamente de las emisiones que han generado los países ricos desde la revolución industrial. Pero, aunque tengan razón, si no reducen sus emisiones (lo que les supondrá menor crecimiento económico) de poco valdrá que los países ricos reduzcamos las nuestras. Y los países avanzados, que nos comprometimos a darles enormes cantidades de dinero para financiar su transición energética, no hemos hecho lo suficiente porque tenemos nuestros propios problemas económicos.

Por otra parte, dentro de los países desarrollados, el ajuste necesario también va a hacer que determinados ciudadanos pierdan su empleo y que durante un periodo de tiempo incierto haya que pagar más por la energía, lo que genera importantes resistencias, por eso la Unión Europea habla de una transición justa. Por último, como quienes van a sufrir realmente las consecuencias del calentamiento global todavía son muy jóvenes o no han nacido, no pueden hacer oír su voz en el sistema político (las manifestaciones de los jóvenes de los viernes son todavía demasiado débiles).

A pesar de todas estas dificultades, hay algunas buenas noticias. Las inversiones en energías renovables se están acelerando, haciendo cada vez más rentable la transición energética. La ciudadanía es cada vez más consciente del problema, algo esencial para que esté dispuesta a asumir algunos costes. Y, además, Estados Unidos ha entrado en razón y China por fin está teniendo un comportamiento más responsable, algo que no puede decirse de otros países emergentes. Pero seguimos enfrentando un problema de acción colectiva enorme que hace muy difícil resolver un fallo de mercado de importancia existencial.