Opinión | NO HAGAN OLAS

La enrevesada cuestión palestina

La cuestión, a poco que uno se documente, no solo es compleja, sino que parece insoluble con las coordenadas mentales actuales

Dos mujeres vuelven a su barrio, totalmente destruido,  en Nuseirat, en el centro de Gaza.

Dos mujeres vuelven a su barrio, totalmente destruido, en Nuseirat, en el centro de Gaza. / Omar Ashtawy / Zuma Press / Cont

A pesar de algunos claroscuros no hay película más documentada sobre la cuestión árabe en los albores del siglo XX que Lawrence de Arabia, la epopeya filmada por el caballero David Lean con Peter O’Toole en el papel de su vida, el del oficial galés T.E. Lawrence, hijo de un aristócrata de origen irlandés y su sirvienta escocesa-escandinava, reconocido arqueólogo oxoniense, que fue enviado por el general Edmund Allenby para apoyar la creación de una guerrilla hachemita que hostigase a las tropas turcas, aliadas entonces de las potencias germánicas que se enfrentaban al Imperio británico y a Francia en la I Guerra Mundial. Los otomanos eran fronterizos, además, con el protectorado que los propios británicos gobernaban en Egipto.

El guion es bien conocido y en parte se basa en la misma autobiografía de Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría. Nuestro héroe, conocedor de la geografía de Oriente Medio y la lengua árabe, reconoce en Faysal, hijo del jerife de La Meca, el liderazgo necesario para la rebelión. Le ayuda a crear su pequeño ejército insurgente y vencen a los turcos en Ácaba, Gaza, Jerusalén y, finalmente, ocupan Damasco. Sin prisioneros, como manda la feroz tradición guerrera del desierto.

Lo que ocurre más tarde, en las conferencias y tratados de paz, son asuntos más intrincados. Les conmino a visionar el documental en tres capítulos que se emite ahora mismo por Movistar (al fin, un canal divulgativo de calidad). Israel-Palestina: Historia de un conflicto, una producción israelí que trata de ser lo más ecuánime posible, tanto que no rehúye testimonios árabes y occidentales, o que habla a las claras del terrorismo sionista del paramilitar Irgún contra el dominio británico de Palestina anterior a la creación del estado de Israel en 1948.

La tesis del documental es clara: los responsables del irredento conflicto habrían sido los británicos, quienes, en función de sus intereses estratégicos, prometían tanto a los árabes como a los judíos un futuro estado propio. De Lawrence a Churchill -quien fue ministro de las colonias tras el desastre de Gallipoli–, de Faysal y Husayn al muftí de Jerusalén que se alió más tarde con los nazis, o al egipcio Nasser que abrazó la causa de los no alineados, o la intromisión francesa que se autoadjudicó el Líbano y Siria con su joya, Damasco, el documental revela, en cualquier caso, la complejidad de la cuestión palestino-israelí, donde todas las partes han sobreactuado con extrema violencia.

Otra producción israelita, la serie de ficción Fauda, también da cuenta de las condiciones de vida en la actual Cisjordania ocupada. Esta sí es visiblemente projudía, pero nos es útil para familiarizarnos con las condiciones de vida cotidianas de los palestinos y su división política interna, entre quienes optan por la administración política y quienes se decantan por la guerra terrorista, creando un ambiente de tensión interna que, por momentos, recuerda los llamados «años de plomo» que se padecieron en el País Vasco.

Para acercarnos todavía más a la complejidad histórica del conflicto, tiene mucho interés el curioso ensayo de José Enrique Ruiz-Domènec, Palestina, pasos perdidos (Destino, 2004), que avanza desde el presente hacia los tiempos bíblicos. Una Palestina, derivada del árabe Falastin (tal vez los filisteos del antiguo Testamento), designada así por el emperador Adriano, y cuyos habitantes nunca tuvieron conciencia de palestinos sino de pertenecer como árabes a la Gran Siria, que no es, ni más ni menos, que el nuevo califato que ensoñó el Isis hace unos años. La misma tierra donde no pudieron florecer definitivamente las tribus del reino de Israel y de Judá por tratarse de un espacio sin defensas naturales, un territorio de paso que solo gana interés como salida al mar, como les ocurrió a los fenicios o cananeos.

Un territorio vulnerable, en definitiva, siempre amenazado. Los fenicios crearon el alfabeto para comerciar, aprendieron a navegar y a colonizar el Mediterráneo, los judíos el uso eficaz del agua escasa y la elaboración de una religión capaz de organizarles de manera ordenada ante las amenazas. El control de las fuentes y pozos, así como las disputas religiosas, otros dos de los asuntos decisivos en la generación de inestabilidad permanente en la región.

La cuestión, a poco que uno se documente, no solo es compleja, sino que parece insoluble con las coordenadas mentales actuales. Por eso resulta del todo insultante para la inteligencia histórica la defensa acrítica que tanto algunos círculos izquierdistas llevan a cabo con la causa palestina, como la que determinados intereses occidentales conservadores hacen de las posiciones israelitas en conflicto.

En vísperas del reconocimiento palestino por parte del confuso Gobierno español, da ligera vergüenza escuchar los entusiasmos de Yolanda Díaz confundiendo los eslóganes de Hamas, o a la líder de Podemos, Ione Belarra, sumándose a las protestas lúdico-festivas del estudiantado tocada con el pañuelo palestino, la kufiya que ya se vende por Amazon. No menos que los dislates de Santiago Abascal y su amigo Milei, que un día se entusiasman con los ultras de Alternativa por Alemania o con el chileno neohitleriano José Antonio Kast, y al otro reciben ayudas económicas de organizaciones pro-irakíes y corean al Likud de Benjamín Netanyahu.

En medio, como casi siempre, las posiciones abiertas a la complejidad, el conocimiento y la moderación sensible. Existe, para quien lo desconozca, una amplia colonia judía en Damasco que convive en un estado árabe, como hay organizaciones mixtas judías y árabes trabajando por la paz en el interior de Israel, el único país del mundo donde han funcionado las comunas agrarias. O una orquesta, la West-Eastern Divan que promovieron el argentino-israelí Daniel Baremboim y el gran pensador neoyorquino-palestino Edward Said. Y también se puede volver a otro libro del prolífico Ruiz-Domènec, Atardeceres rojos, cuatro narraciones sobre otros tantos personajes medievales, islámicos y cristianos, que trataron ya entonces de superar los graves conflictos de civilización que se desataron en Oriente Medio a partir del siglo XI.