Opinión | VENGA, CIRCULE

Otra cosa

Si ese alumno con nombre de allá-no-de-aquí consigue cosechar algún tipo de éxito a lo largo de su vida, este siempre se deberá a que aquí se le dio la oportunidad, no a sí mismo o a su esfuerzo

Una niña de San Ildefonso durante el pasado sorteo de Navidad.

Una niña de San Ildefonso durante el pasado sorteo de Navidad.

No es racismo, es otra cosa. Son cuatro niñas de 13 y 12 años del colegio San Ildefonso encontrándose de repente en Internet a decenas de adultos que comentan bajo su foto en el periódico: «Echen Cucal y pongan niños a cantar como Dios manda» o «Esto es un fraude, ha tocado en La Mojonera donde viven la familia de estas conguitos». Su crimen fue nacer negras en un país en el que no existe el racismo, solo dos o tres ignorantes que berrean demasiado. No, para nada es racismo la cara rara que pone algún profesor cuando le toca leer un nombre que considera especialito al pasar lista en clase. Será que los hijos de los hijos de quienes llegaron a este país a finales de los setenta todavía no cuentan con el grado de españolidad suficiente. Les faltan tres generaciones más.

En el año dos mil doscientos veinticuatro todavía habrá alguien que intente llegar al quid de la cuestión: «No, pero me refiero a de dónde eres realmente, o sea, de dónde son tus tatarabuelos» pero quizá sí sea de mala educación entonces, quizá sí se le pueda acusar abiertamente de racismo aunque no vivamos nosotros en un país racista. Qué rápido interiorizará el alumno al otro lado de esa lista que no todos los adultos que le rodean creen en el principio básico de la igualdad total entre seres humanos. Si ese alumno con nombre de allá-no-de-aquí consigue cosechar algún tipo de éxito a lo largo de su vida, este siempre se deberá a que aquí se le dio la oportunidad, no a sí mismo o a su esfuerzo. Esto último, esforzarse, será algo en lo que habrá de emplearse a fondo incluso más que el resto de sus iguales porque las diferentes tonalidades de marrón que uno lleva consigo en la piel solo pueden ser toleradas si nuestro objeto de estudio se deja el alma así, esforzándose. Nadie sabe para qué, pero lo importante, lo fundamental, es no conocer el descanso. Cuanto más trágica sea su historia más se le humanizará, no existe otra forma. Yo no creé las reglas, solo aprendí temprano a jugar al juego. Si se fracasa o se tropieza en algún momento -en estos casos, equivocarse o cometer un error es incluso mucho peor que fracasar- nadie le dejará olvidar que era esto exactamente lo que se esperaba de él porque así es la gente del lugar ese del que vino. Por eso solo existen dos tipos de historias para ellos en nuestro imaginario: la del inmigrante ejemplar -no se merece nuestro odio aunque no se puede bajar la guardia, quizá cometan un error- y la del inmigrante malo -ha de ser castigado con contundencia y sin piedad-. En las noticias sobre robos o apuñalamientos los primeros comentarios son estos: «¿Comen jamón?».

Leí a Gonzalo Bernardos, un tipo al que llevan a La Sexta a opinar todos los días, escribir en Twitter: «Me dicen en mi Twitter, ¿quién quiere a los inmigrantes? Yo los quiero. Tienen una gran capacidad de trabajo, aceptan los empleos que nosotros no queremos, tienen los hijos que nosotros hemos decidido no tener y son imprescindibles para que podamos cobrar pensión» y pensé que era una gran idea, pensé que podríamos poner carteles luminosos en mitad del mar con «Se busca gente que nos pague las pensiones» o «Se busca gente que venga a parir» para que todas esas personas que se tiran al mar huyendo de la tierra horrible sepan desde el principio qué se esperará de ellos a cambio de no dejarles morir. La verdad es que tras leer ese tuit alegré muchísimo por todos aquellos que llevan veinte, treinta o incluso cuarenta años partiéndose el lomo aquí en supermercados, en restaurantes o en hoteles porque por fin alguien los miró y pensó «Este ganado es bueno».

Su sufrimiento valió la pena, enhorabuena. Es curioso cómo algunos nos torturamos tanto por nuestras palabras. Volvemos a lo dicho -a lo escrito, en mi caso- y deseamos de pronto arrancarnos la piel de la cara tira a tira por no haber escogido esa otra palabra que era mejor que la usamos. Otros, sin embargo, hacen alarde a cada oportunidad de un nivel de mezquindad intelectual abrumador y no solo están contentos con lo expresado sino que además se sienten orgullosos. Se dirán: «Nunca se sabe si en esa patera está el futuro Steve Jobs, yo racista no soy», como si existiera alguna diferencia entre ellos y el que pide que se rocíe con Cucal el escenario del Teatro Real porque había cuatro niñas negras entre los niños que cantaron los premios de lotería de 2023.