Opinión | ARTÍCULO INDETERMINADO
Esa suerte tenemos
No son buenos tiempos, es verdad. Ni lo serán en tanto las desigualdades sigan creciendo, la parte rica del planeta esquilme a la pobre, el cambio climático se siga ignorando de manera interesada y haya gente que niegue, por maldad o estupidez o ambas cosas, la evidencia más apabullante
“Veremos el agua subir y a la tierra derrumbarse bajo ella”.
“Habrá momentos oscuros hasta que lleguen los nuevos tiempos”.
“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos”.
Las citas, más o menos ajustadas, de Nostradamus, de Foster Wallace, de Gramsci, pueden parecernos clarividentes, proféticas, tan al gusto de las redes y la viralidad; pero lo cierto es que, en la Historia, cíclicamente se tiene la percepción de estar viviendo el caos, el acabose.
El acabose ha sucedido tantas veces que, igual, como decía el gran Quino por boca de Mafalda, solo es “el continuose del empezose” de las generaciones anteriores.
El fantasma de la guerra de Ucrania, ya obsoleta, es reemplazado por el fantasma de la guerra eterna de Israel contra los palestinos. La guerra siempre está sucediendo, o se está amagando con ella. La paz no es más que una entelequia, un accidente, incluso, pero solo creemos que se está quebrando cuando una contienda nos toca de cerca. Y, sin embargo, en este planeta nuestro el conflicto es el pan de cada día, el hambre de cada día, desde hace siglos, para cientos de miles de personas.
También este país parece estar fracturado sin remedio. Pero, si miramos atrás, llevamos toda la vida dándonos de garrotazos como en el duelo de la pintura de Goya. Las dos Españas, que a veces son tres o cuatro, existen desde siempre en el lugar que nunca terminó de ser, donde unos siglos nos peleamos por ser franceses, otros por no ser ingleses y las más de las veces porque no tenemos otra salida.
Todo es más viejo que la Tierra, especialmente aquello que creemos que hemos inventado ayer, aquello que somos capaces de defender como una creación propia y genuina, con uñas y dientes, donde haga falta.
El éxodo de gente que abandona sus casas y llega a nuestras orillas —¡nuestras, nuestras!— nos abruma, porque tenemos la sensación de que siempre son demasiadas almas, sin plantearnos si, cuando éramos nosotros los que arribábamos a otros puertos, desheredados entonces, no parecíamos, también, una invasión de cuerpos que planeaba robar el sustento a los locales, cuando lo que llevábamos eran solo ganas de sobrevivir.
En cualquier momento tememos que se vayan a quebrar los cielos o los infiernos y nos vayan a engullir por la grieta. Que se vayan a abrir los siete sellos, suenen las siete trompetas y empecemos a sufrir las siete plagas postreras: las dolorosas llagas sobre los impíos, la aniquilación de los mares, de los ríos y las fuentes, la quemadura letal del sol, las dolorosas penalidades de los ejércitos conducidos al Armagedón, el devastador terremoto y el granizo. Y adiós. Como si todo eso que cuenta el Apocalipsis no fuera, desde hace años, cotidiano.
No son buenos tiempos, es verdad. Ni lo serán en tanto las desigualdades sigan creciendo, la parte rica del planeta esquilme a la pobre, el cambio climático se siga ignorando de manera interesada y haya gente que niegue, por maldad o estupidez o ambas cosas, la evidencia más apabullante.
Sin quitarle hierro a lo que importa, mi sensación es que esta efervescencia que nos mantiene pensando que todo es desorden, disparate, espeluzne y terror, en algún momento tiene que aplacarse y bajar unos cuantos grados, unos cuantos tonos. Que para actuar y actuar bien hay que poder tener espacios de reflexión, de cordura, contar hasta tres, yo qué sé, leer a los clásicos.
Tal vez parezca que cada día se acaba el mundo. Pero este mundo nuestro ha demostrado una enorme resistencia a la insensatez de quienes lo habitamos.
Esa suerte tenemos.
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