Opinión | SÁBADOS SOCIALES

Niebla

"La niebla tapa a las personas sin hogar, a los que hacen equilibrios para comprar algo distinto en la cena de esta noche o un juguete para sus hijos. La niebla vuelve la miseria invisible, pero también la opulencia"

Niebla, amanecer, banco neblina, madrugada

Niebla, amanecer, banco neblina, madrugada / EUROPA PRESS

Desde la terraza de mi casa, veo difuminarse el mundo. Poco a poco, van desapareciendo los contornos, la acera, las casas de enfrente, las rotondas... hasta que solo queda esa blancura de algodón de feria deshilachado.

Si sacas la mano, cae sobre los dedos una lluvia fina que empapará a lo largo de la noche las calles y los caminos. Ya no se ven los árboles ni las luces de Navidad, y las voces de los que pasan llegan amortiguadas como si hablaran a través de alfombras mullidas. De cuando en cuando suena un petardo, o alguna canción etílica suavizada por esta capa de nubes húmedas que cae sobre la ciudad y la encierra en un bibelot como en los cuentos.

"La niebla tapa a las personas sin hogar, a los que hacen equilibrios para comprar algo distinto en la cena de esta noche o un juguete para sus hijos. La niebla vuelve la miseria invisible, pero también la opulencia".

En la carretera la niebla es una maldición y un peligro, sobre todo porque hay conductores que creen que encender las luces es una imposición más del gobierno y no están dispuestos a seguirla (menudo soy yo como para que me digan lo que tengo que hacer). Por eso conducen como locos, adelantando sin visibilidad, provocando accidentes a la altura de su estupidez.

En la ciudad, la niebla invita al recogimiento y a la lectura tras los cristales empañados. Quizá la niebla no tenga que ver con la saturación ni con la condensación ni sea otro fenómeno atmosférico más. Igual que la lluvia limpia las calles y los campos, estas nubes bajas pueden ser la respuesta de la naturaleza a tanto artificio.

Cuando se difumina el mundo, quedan ocultas las luces de Navidad, esa parafernalia que empezó en Vigo y ha contagiado a toda España, donde cada pueblo ofrece un muestrario de animales, campanas o bolas iluminadas como la pista de un aeropuerto. Desde el cielo la tierra debe de verse como un mercadillo enloquecido.

También se ocultan los escaparates donde se ofrece la tentación de vestir como Mariah Carey, es decir, estallando las costuras de tu traje y desbordando lorzas sobre la falda de lamé, o como un caballero trasnochado, como si todos los chicos tuvieran más de ochenta años.

Ahora que todo se celebra en lugares supuestamente lujosos, debes vestirte a la altura. Pero la niebla se empeña en ocultar tacones imposibles, zapatos de punta para ellos, pendientes que podrían sujetar el Partenón y maquillaje suficiente para parecerse a Nefertiti. Surgen los jirones de niebla cuando menos se espera: en las comidas que se celebran a todas horas, en los bares, en las discotecas, en las tiendas de electrónica donde nunca puedes comprar el último modelo porque ya ha salido otro en cuanto cruzas la puerta.

La niebla tapa a las personas sin hogar, a los que hacen equilibrios para comprar algo distinto en la cena de esta noche o un juguete para sus hijos. La niebla vuelve la miseria invisible, pero también la opulencia. A lo mejor por eso no entra en nuestras casas, se queda pegada a los cristales, nos oculta el paisaje.

A lo mejor nos da la oportunidad de mirar adentro, valorar lo que tenemos y dejar fuera todo lo artificial. Lástima que dure poco y enseguida llegue la tarde de paseo, y volvamos a salir a embutirnos en lo que nos ofrecen los escaparates, a dejarnos cegar por las luces, a comer como si no hubiera un mañana.

Lástima que olvidemos que las personas que piden en las calles y los que no llegan a fin de mes también desaparecieron esta mañana, pero han vuelto de nuevo, aunque sigan invisibles a nuestros ojos. Ojalá del mundo que se difumina, como un regalo, surgiera otra realidad más humana, más solidaria, más verdadera. Sería un buen comienzo.