Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Núria Espert y la isla de la alegría

Su historia es larga, tan larga, y tan profunda, como su talento

Núria Espert en 'La isla del aire'.

Núria Espert en 'La isla del aire'. / David Ruano

Nùria Espert tiene 88 años y nadie lo diría. Lo diría ella, claro está, con la misma zandunga y alegría con que discute con sus hijas, con sus nietas, en Isla del aire, la obra con la que se ha dicho (ahora dice ella que por qué, no es necesario que sea cierto) que podría dejar los escenarios, donde anda subida desde que tenía doce años y aquel hombre de teatro, Josep Maria de Sagarra, dijo al verla actuar para ser acogida o no en el teatro que se hacía entonces en Cataluña: “Esta chica”, explicó en catalán el ilustre dramaturgo, “tiene los cojones de un toro”.

La vi primero en Tenerife, haciendo Las criadas, cuando ella y su marido, Armando Moreno, se arriesgaban como nadie por importar a España teatro de otras latitudes, así como grandes dramaturgos, como el chileno Víctor García, que la dirigió por entonces en Las criadas. Su historia es larga, tan larga, y tan profunda, como su talento. Cuando vivíamos en Londres la vimos trabajar, y conversar, y ser admirada, y admirar, con aquel otro grande del teatro (inglés, de todas partes) que fue Arnold Wesker, que era aun de los jóvenes airados ingleses.

Por así decirlo, jamás se acostumbró a ser una cosa sola, una actriz española o catalana, tanto daba, así que fue japonesa, italiana, inglesa, una mujer para todas las estaciones, y también una directora; en general, una dramaturga capaz de levantar cualquier espectáculo y, como hace ahora en La isla del aire, una imperiosa mujer que, con cuatro palabras y dos o tres miradas, es capaz de dar a conocer, todavía, el talento que tiene, el talante que guarda para reír o llorar sin que ni una cosa ni otra parezcan fuera de su alma, sino su alma misma. El alma de una actriz que es todos los personajes, del primero al último.

Nadie la supera, ahora tampoco, en la profundidad de su gesto, en la sinceridad de su frase, en la alegría con la que pasa de un humor al otro sin que su cuerpo, su rostro, su modo de estar dejen de acompasar las sucesivas obligaciones del escenario. Vi en Barcelona, antes de hacerle una entrevista, Isla del aire. Ahora, este último viernes, vi el mismo montaje de Mario Gas, basado en la obra de Alejandro Palomas, con las mismas actrices (memorables Vicky Peña, Teresa Vallicrosa, Candela Serrat, Claudia Benito), con las misma luces, con el escenario lleno de las rocas tristes y luego de las rocas húmedas del mar de Menorca (la isla del aire), y juro que entre una y otra ocasión, aquella en Barcelona, esta en Madrid (en el Teatro Español, que tanto le debe a Mario Gas, y a Nùria, y a muchísimos), he encontrado que algo ha pasado, que algo pasa y no es sólo consecuencia del teatro, o de lo que sucede en el escenario de la propia obra.

Núria Espert, en el centro, con TEresa Vallcrosa (izda.) y Candela Serrat.

Núria Espert, en el centro, con TEresa Vallcrosa (izda.) y Candela Serrat. / David Ruano

Ya saben, los que hayan leído el texto de Palomas, los que hayan visto la obra, que la historia que aparece en el escenario es la de una familia entristecida por una muerte que parece haber superado tan solo la abuela, que es la chispeante Nùria, cuyo humor (el del personaje, el que es capaz de aportar ella misma, qué actriz) hace que el patio y las gradas del Español se llenen del jolgorio abierto por aquellos que, en otras partes de la obra, tienen a la fuerza que cumplir con el deber de callar, tristes, ante las escenas más dramáticas.

Una y otra vez se van sucediendo esos espasmos de risa o de ausencia, o de cabreo, que Nùria Espert va esparciendo por la obra y por la sala, como si estuviera contando una historia que no es sólo la que se ve y se oye: es una crónica de todos nosotros, digamos que es una historia de los españoles, furibundos a veces, descuidados, siempre guardándose un mal suceso para que no regrese de veras la alegría de vivir, de estar juntos, de asumir que una cosa es la rencilla, el odio pasado, la tristeza, y otra cosa es lo que ocurre cuando uno se atreve, francamente, a decir qué pasó, por qué nos hemos peleado o por qué nos hemos entristecido, de quién es la culpa o, acaso, por qué la culpa no es de nadie, o de todos.

Hay que esperar, ser fuertes, aspirar el aire de una isla (la de la razón o la verdad) a la que no has querido volver, para recuperar la respiración. En esa zona de risa, o de sonrisa, que regala la vida se niegan a acceder los cejijuntos, aquellos que han hecho de la victoria ajena, o de los otros, el sufrimiento propio. Y es probable que estos no sean los símbolos de la obra que trasciende en el teatro el excelente texto de Palomas, sino que uno va al teatro, por ejemplo, a pensar a la vez que ve, que para eso está hecho también este arte, y se encuentra que la respuesta, o la razón de lo que pasa, está también en esta precisa obra de arte.

Nùria Espert es capaz de todo, lo ha sido toda su vida, lo sigue siendo, y tiene razón cuando le dice a Marta García Miranda (en la excelente entrevista que ésta le hizo en El Periódico de España) que ya está bien de hablar de su retirada (“Me sorprende que pueda interesar mi retirada”) pues mientras esté allá arriba, sobre el escenario, es capaz todavía, en cualquier circunstancia, y también en esta Isla del aire, de demostrar que tiene los cojones de un toro, como decía Sagarra. Y aquí, durante toda la obra, esta ciudadana que ha hecho del teatro una explicación de la vida, va contando cómo salir del marasmo al que nos conduce el presente, tan lleno de tristeza carcomida con los sucesos de antaño, hasta que, en la voz del personaje que encarna la más veterana de las actrices españolas, surge el nombre propio del dolor y, una vez nombrado, ya todos empiezan a vivir de nuevo, a recordar el color del mar, y a abrazarse.

Esta vez, en la ciudad en la que unos exagerados, que se creen más patriotas que la patria, rezan el rosario para demostrar que están más con la patria que los otros, entendí la razón por la que, en el último instante de la obra, antes de que el teatro atronara en aplausos, Núria Espert, Vicky Peña, Teresa Vallicrosa, Candela Serrat y Claudia Benito, con Mario Gas al piano, por así decirlo, habían protagonizado un grito revolucionario contra los que consideran que es mejor seguir buscando en el pasado o en el rosario la razón para considerar que la libertad, y el futuro, están en el aire, en la isla del aire que nos espera. Nùria protagoniza una carcajada contra los solemnes, y uno se va del teatro como si, en el sentido laico del término, es decir, libre y rojo, se hubiera liberado del rosario y de lo oscuro para ingresar por la puerta abierta de la isla de la alegría.   

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