Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Vuelan palomas, Longares

Aquellos dictadores de la moral vestidos de curas y los pasados (y presentes) juzgadores de los que rastrean la libertad allá donde se impide, conforman un impresionante fresco

Escena de 'Vuelan palomas. Arte de sermones para tiempos inciertos'

Escena de 'Vuelan palomas. Arte de sermones para tiempos inciertos' / SERGIO PARRA / TEATRO DE LA ABADÍA

Vuelan palomas…

Sobrecoge esta representación del pasado de España, y de su presente, que devuelve a José Luis Gómez al Teatro de La Abadía, que tanto le debe. Vuelan palomas. Arte de sermones para tiempos inciertos es un puñetazo en la cara hipócrita de las distintas épocas inquisitoriales de España, seguidas de los tiempos inciertos que pasaron por la Guerra Civil, sus esputos dictatoriales y estos instantes patrioteros que se parecen al rebusque de las culpas ajenas.

Aquellos dictadores de la moral vestidos de curas y los pasados (y presentes) juzgadores de los que rastrean la libertad allá donde se impide, conforman un impresionante fresco que Gómez dirige a veces desde lo alto, pues su voz (que impresiona, como la de un cura laico y burlón) aparece a veces de entre los canalillos del escenario.

La he visto dos veces, primero cuando se estrenó fugazmente en el Teatro de La Comedia. Entonces el director se sentó entre los espectadores, con la mano tapando su boca, como en señal de asombro, y ahora él no estaba (no lo vi) en su Abadía, cuando el mismo elenco, con la música de Alberto Granados llenando otra vez el aire del desafío de su armonía, llevó al público a esas épocas del sucesivo sermón de España. Es una música imperiosa que acompaña la hipocresía que marcó la tortura y las persecuciones como elementos impuros de aquella Inquisición. Una impureza que cae sobre todo en el pecado de las mujeres, cuya representante en el escenario es una actriz cuyo personaje padece, como nosotros, el desvarío hiperreligioso que se desarrolla en el escenario.

Con ella (Lidia Otón) están, a veces vestidos de curas y después vestidos de ciudadanos que huyen o buscan las distintas caras del odio, o de la libertad, Marcos Toro, José Luis Sendarrubias y Clemente García. En el programa de mano a ese elenco se suman, entre otros, el propio Gómez, cuya voz habría que enmarcar en una urna del teatro español contemporáneo, y Javier Huerta, catedrático de la Complutense que le ayudó al director, y académico de la Lengua, “a compartir la dramaturgia de nuestros sermones”.

Sobrecoge. Sobrecoge todo. Esta vez fui con papel y lápiz, para contar así lo que iba viendo esta vez. Subrayé la música, naturalmente, ese insulto, “¡malditas las mujeres!”, esa tortura retorcida que parece la metáfora de la que aun sufre la memoria de España, hasta la presencia del orgasmo como condena a un sufrimiento…

Vimos en el escenario, de la mano de Lidia Otón, a sor Juana Inés de la Cruz, manejando su castellano de México, gritos como aquellos que reclaman silencio a las mujeres que vayan a las iglesias, los avatares contra la monarquía y contra los políticos, y, en fin, los gritos que han escuchado los distintos siglos y que tienen a este país (“¡Ay España, España!”) como destinatario. “¡Pueblo de España, en pie!”

Las voces y los ecos incluyen a los republicanos y a aquella vocecita del Pardo (“¡El Caudillo perdona!”) que subraya la pena que fue, que es en el recuerdo, que será para la historia, aquella guerra civil sobre la que sobrevolaron palomas negras, aun visibles, rompiendo la inocencia de la tierra, pisoteando la sangre, haciendo del grito parte del insulto de la muerte.

“¡Ay España, España!” Escuché la expresión “el naufragio moral”, y también este subrayado: “el por qué de nuestra decadencia”. Hasta que disfrazada ahora de María Zambrano, la muy sutil mujer protagonista de este sermón entre religioso y laico que es la obra, dijo exactamente eso: “Mi nombre es María Zambrano”. Imaginé a aquella mujer menuda, recién regresada del exilio, fumando en la casa que fue de la familia de Jorge Semprún, hasta que la ceniza le cayó al suelo como una paloma que hundiera su pico en la historia.

Una paloma sacrificada. Al final escuché un grito que le pedía perdón a España.

La calle de Madrid estaba, al salir, llena de palomas volando.

El escritor Manuel Longares,autor de novelas, relatos cortos y ensayos.

El escritor Manuel Longares,autor de novelas, relatos cortos y ensayos. / DAVID CASTRO

Longares…

El mejor prosista de este tiempo. Allí estaba, a la entrada del habitáculo que fue caja fuerte de banco y ahora es donde depositan los escritores su legado para que un día lo abran otros o la historia.

Manuel Longares, culto y libre, un escritor que dio con Romanticismo (2001) en la tecla del sonido de la España que esperaba a que se muriera Franco para quitarse las rodillas del suelo, recibía el homenaje del Instituto Cervantes y de sus amigos. Un hombre exigente, consigo mismo, y afectuoso, vestido esta vez con corbata, con tenis como de deportista presto a correr por las calles en las que jugó de chico, hecho para mirar y para explicar, con la escritura y con los ojos, la razón de su desinterés por lo solemne.

Culto y libre, tiene detrás de su sonrisa ladeada, huidiza, la seguridad que le da, como escritor, su imaginación hiperbólica, cuya última criatura es La escala social, una patada en la boca de la solemnidad española.

El rito manda que el escritor que deja legado explique lo que abandona (hasta dentro de mil años, o cuarenta) a la suerte del futuro. Lo empezó a contar en el minuto exacto en que, a la vez que su discurso, comenzaba a hablar en las Cortes su majestad la futura reina, y eso sonó en aquel sótano que fue de oro como un retruécano de esa escala social en la que, por ejemplo, aparece el abuelo de la que va a prolongar, seguramente, la monarquía…

Dos recitales a la vez, uno, el de Longares, a partir de La novela del corsé, la primera que publicó, el primer texto que depositó en esta caja fuerte, y otro el de doña Leonor. Al unísono. Hay quien dijo: “Las cosas de Longares”.

Habló gente muy principal en honor de Longares, entre ellos el mejor amigo de este hombre de tantos amigos, Luis Mateo Díez, y su mejor amiga, Ángeles Encinar, que fue la que lo llevó a este altar del Cervantes. Cuando le tocó a él decir algunas líneas de su obra tan querida (además de las citadas, Soldaditos de Pavía, No puedo vivir sin ti o Los ingenuos), esta persona magnífica incapaz de volar más alto que su voz, leyó un texto que parece la autobiografía de quien quisiera verse tachado hasta cuando camina por las calles que inspiraron su obra.

Empezó así este epílodo del acto que tituló Peripecia: “Cuando el novelista de costumbres se dirigía al cementerio a través de la plaza de toros buscando motivos para inspirarse, recibía el reconocimiento de sus lectores, que le acompañaban a toriles para rescatar de paredes y baldosas el candor del artista adolescente”...

Los aplausos fueron a ese texto, a todo Longares y a la revista, Barcarola, que dirigen en La Mancha Juan Bravo y José Manuel Martínez Cano, que se presentaba este pasado lunes a la vez que la reina futura y el gran escritor leían sus discursos en las distintas escalas sociales en que se desarrollan las ironías de la vida.