Opinión | SÁBADOS SOCIALES

Álvaro Prieto

Ahora pienso en todas las veces en que damos por hecho que las cosas seguirán igual que siempre: la llamada de vuelta, la recogida en la estación, el reproche suave por la preocupación que esconde la tranquilidad del regreso

Álvaro Prieto.

Álvaro Prieto. / CÓRDOBA CF

Quizá por la coincidencia de edad con mi hijo mayor la desaparición de Álvaro Prieto me ha dolido desde el principio. Quizá también porque en esa misma estación mi hijo ha subido y bajado del tren, rodeado de otros jóvenes como él, sin dinero en efectivo y con el billete en el móvil, ajenos a cualquier contrariedad o accidente que pueda sucederles.

También yo he recibido un whatsapp anunciando que llegaba a la parada, o cualquier incidencia de las muchas que sufre la red ferroviaria que sufre nuestra comunidad. Vamos por Zafra. Acabo de comer. Me queda media hora. Mensajes rápidos que mandan cuando están aburridos o quieren a toda costa mantener un vínculo con alguien en la soledad de un vagón camino a casa. También yo me he desvelado esperando esas palabras cada noche, sobre todo cuando sale fuera de su ciudad, como si la cercanía protegiera, pero a algo nos agarramos las madres, a cualquier cosa que nos garantice poder apagar la luz y fingir que dormimos sin preocuparnos cuando suena la cisterna, señal inequívoca de que ha llegado.

Educamos para el mundo y contra el mundo, y nunca es suficiente, porque la seguridad no existe

Quizá por eso la aparición del cuerpo de Álvaro Prieto ha formado un nudo en el estómago y ha cerrado la garganta de tantas madres que tienen a sus hijos fuera, pero también de las que lo tienen dentro de casa, como si hubiera distinción posible a la hora exacta del dolor. Educamos para el mundo y contra el mundo, pero nunca es suficiente. 

Ahora pienso en todas las veces que mi hijo no imprimió el billete (qué pesada, mamá), o en esa despreocupación de no llevar dinero, en esa felicidad de que todo saldrá bien, porque son buenos chicos, el mundo es bueno y nada malo puede pasarles. Ahora pienso en todas las veces en que damos por hecho que las cosas seguirán igual que siempre: la llamada de vuelta, la recogida en la estación, el reproche suave por la preocupación que esconde la tranquilidad del regreso. 

Mentiría si dijera que no puedo imaginar el dolor de la madre de Álvaro, su impotencia, la angustia feroz que devora por dentro pensando en todos los acasos que ya no serán posibles, en la conjunción de qué casualidades un chico no encuentra ayuda para volver a casa solo porque se ha quedado sin batería. Leo las declaraciones de quienes acusan a todo el mundo de no echar una mano a Álvaro, y yo misma me indigno, como si no viéramos a diario que nos hemos vuelto así, dejemos de engañarnos. 

Dudaríamos a la hora de dar un euro a un chico, quizá no prestaríamos nuestro móvil pensando en el robo, o no levantaríamos del suelo a quien se ha dejado caer por un desmayo o por cualquier otra causa que nos parezca peligrosa. Luego nos duele el corazón, se nos cierra la garganta, pensamos en nuestros hijos. Pero educamos para el mundo y contra el mundo, y nunca es suficiente, porque la seguridad no existe, el azar reina desde siempre y alimentar el dolor sin tratar de buscar una solución como sociedad, solo conduce a más insolidaridad, menos empatía y otra buena dosis de autoengaño.