Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA

Mucha gente

Siempre he amado el verano, su voluntad de luz y la dimensión de sus días, pero este año me he sorprendido a mí mismo deseando que llegue septiembre

Imagen de la playa de Levante de Benidorm en una imagen de archivo Z

Imagen de la playa de Levante de Benidorm en una imagen de archivo Z / ÁXEL ÁLVARE

He descubierto en estos días que el mar, para ser el mar, requiere soledad y silencio. Y, de seguido, que cuando no queda un metro cuadrado de orilla sin su turista achicharrado de sol, sin sus esforzados jugadores de paletas o sin sus críos gritando a pleno pulmón para que mamá vea lo que hacen, ya no es el mar, es otra cosa que a mí me parece más fea.

Escucho a los responsables políticos proclamar, orgullosos, un poco fanfarrones, que “estamos superando todos los niveles de ocupación”. Pero yo lo escucho con “k”, “okupación”, que es otra cosa.

Camino por el rebalaje como quien trata de superar, sin conseguirlo, una pista de obstáculos. En vez de la voz de las olas, me llega la de tres mujeres que hablan en la orilla con acento de la meseta: “a mí la playa no me gusta, me da no sé qué la arena. La verdad es que prefiero la piscina”. Tengo que contenerme para no meterme en la conversación y preguntarle: “¿y qué hace usted aquí?”. Me contengo y acabo siendo yo quien se hace una pregunta sin respuesta: ¿cuántos de estos están aquí sin querer estar, solo porque “hay que estar”?

Acaso el turismo no sea ya un gran invento, como proclamaban las películas del desarrollismo con las que el franquismo quiso hacernos creer que habíamos entrado en la modernidad. Era Fraga ministro de Información y Turismo, finales de los sesenta del siglo pasado. Ahora el turismo es otra cosa, pero esencialmente es “mucha gente”. Demasiada. Una masa que colma las carreteras, los servicios públicos, todo el espacio disponible, que consume los recursos básicos que vamos a necesitar pasado mañana, y que los consume derrochándolos mientras se hace un selfi para mostrar al mundo que sus vidas son maravillosas.

Hay un movimiento que crece en muchos lugares y al que los sociólogos llaman “turismofobia”. Se está produciendo en todos los destinos que han acabado masificados, muriendo de su propio éxito. Parece que la cosa empezó en Venecia y ya se ha extendido por todo el mundo. En España también, y muy rápidamente.

Siempre he amado el verano, su voluntad de luz, la dimensión de sus días, el rumor de sus mañanas y la eternidad de sus tardes. Pero este año me he sorprendido a mí mismo deseando que llegue septiembre, aceptando cambiar todo lo que tanto he amado por un poco de silencio, por un poco de calma, por un poco de soledad. Poder volver al mar. El mar, para ser el mar, requiere silencio, ese silencio del mar que no es silencio del todo, sino un rumor como de rezo que acompaña a la luz o que encamina hacia ella, y que lo hace mellizo del tiempo.

TEMAS