Opinión | ÁGORA
El Rey y la investidura
No hay en la Constitución nada que obligue al Rey a proponer al candidato más votado en las elecciones, ni tampoco al que exhiba más apoyos parlamentarios. Y no corresponde al monarca juzgar la constitucionalidad de los programas de gobierno
Para entender el papel del Rey en la investidura hay que partir de lo que dispone el artículo 99.1 de la Constitución Española (CE). En síntesis, tras la constitución de las Cortes surgidas de las elecciones generales, el monarca consulta a «los representantes de los grupos políticos con representación parlamentaria». A continuación, «y a través del presidente del Congreso, propondrá un candidato a la presidencia del Gobierno». No hay en la Constitución nada que obligue al rey a proponer al candidato más votado, ni tampoco al que exhiba más apoyos parlamentarios. Ahora bien, eso no significa que pueda guiarse por sus preferencias políticas personales. El artículo 56.1 CE dice que el Rey «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones», y de ahí nace para el jefe del Estado una obligación genérica, que no es otra que la de hacer posible que las instituciones funcionen con normalidad.
En un sistema parlamentario como el nuestro, las elecciones se frustran si lo único que consiguen es representar al pueblo español, en quien reside la soberanía nacional, en el Congreso y en el Senado (art. 66.1 CE). Nuestro voto ha de servir también para formar Gobierno, partiendo de la investidura de su presidente en el Congreso de los Diputados. Por eso es tan importante el papel del Rey. En primer lugar, y principalmente, para proponer un candidato viable, capaz de obtener la confianza del Congreso. En segundo lugar, si de los partidos no surge un candidato con posibilidades, el Rey debe proponer a un candidato que sirva al menos para que se dé el supuesto previsto en el artículo 99.5 CE: una primera votación sobre su programa de Gobierno, que, aunque resulte fracasada, sirva para que empiece a correr el plazo de dos meses que lleva a unas nuevas elecciones.
A mi juicio, el Rey estaría en su papel si, de modo discreto e informal, tratara de propiciar acuerdos que le permitieran disponer de un candidato capaz de ser investido por el Congreso. En un sistema parlamentario, monárquico o republicano, hace falta que el jefe del Estado tenga cualidades personales que le permitan influir en los partidos para que sea posible el funcionamiento regular de las instituciones. Algo debió fallar en 2016, cuando Mariano Rajoy declinó la propuesta de Felipe VI para ser candidato a la presidencia del Gobierno. No tenía los votos necesarios. Pedro Sánchez tampoco los tuvo entonces, como era previsible, pero al menos aceptó la propuesta del Rey, y eso abrió el camino hacia las siguientes elecciones.
Con los datos que tenemos ahora, Alberto Núñez Feijóo, a diferencia de Rajoy, está dispuesto a ser candidato y buscar los votos del Congreso en la sesión de investidura. Si fracasa, puede pasar el turno a Sánchez. Recordemos que, si la primera candidatura no tiene éxito, el Rey está obligado a formular «sucesivas propuestas» (art. 99.4 CE). Si el que en la segunda ronda tiene más opciones es Sánchez, podemos plantearnos una hipótesis que tal vez sea realidad: que los acuerdos trabados por Sánchez y Yolanda Díaz incluyan al partido de Puigdemont. Vayamos más allá, e imaginemos que en esos acuerdos hay compromisos de Sánchez que sus adversarios consideren inconstitucionales. Si en una situación como esa se pide al Rey que vete al candidato socialista, creo que se cometería un grave error.
Al Rey no le corresponde juzgar la constitucionalidad de los programas de gobierno. Recordemos que no tiene ningún papel en el control de constitucionalidad de las normas. Y menos aún en el control de la idoneidad política de los potenciales socios de investidura de un posible candidato a la presidencia del Gobierno, sea el que sea. Si entra en ese terreno, sea por Junts, por Bildu, o por Vox, la credibilidad de su posición institucional se verá muy seriamente afectada.
Se dice que Alfonso XIII tenía tendencia a inmiscuirse en decisiones políticas, y a esa costumbre, que resultó fatal para la monarquía, se la llegó a conocer con el nombre de «borboneo». Puede que haya nostálgicos de esas prácticas, pero Felipe VI debería ignorarles. No hacen ningún favor a la dinastía y, lo que es peor, distorsionan completamente el papel que la Constitución atribuye al jefe del Estado.
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