Opinión | VERDIALES

La belleza de lo ordinario

Nos aferramos a la extraordinaria trascendencia de lo cotidiano frente a la incertidumbre de la ciencia, en un oxímoron tan real como la vida misma

Julie Christie y Gordon Pinsent, en una escena de la película 'Lejos de ella', dirigida por Sarah Polley

Julie Christie y Gordon Pinsent, en una escena de la película 'Lejos de ella', dirigida por Sarah Polley / EPE

Hay dos lugares en los que la percepción del tiempo se altera hasta deformarlo, como en ese famoso cuadro de Salvador Dalí, La persistencia de la memoria: los aeropuertos y los hospitales. En los primeros, el viajero se entrega sin reparos, con tal de llegar a su destino, sea el que sea, placentero o inhóspito, elegido u obligado, a la posibilidad de ser y de estar, que son dos verbos mellizos, aunque parezcan gemelos.

En los segundos, el paciente se desprende del reloj y de todos los demás accesorios -desde el pijama a las zapatillas- que pueden vincularle, mediante el recuerdo, a su otra vida, la que transcurre, porque no se detiene, fuera del nosocomio, y el acompañante decide dejar de mirar el segundero a los pocos minutos de entrar en la habitación, donde el espacio, también, se desvirtúa y sólo queda entregarse al cuidado ajeno, sin olvidarse del propio.

Este último es mi caso, una vez más, en estos días, inciertos en lo personal y en todo lo demás. “Ya no tengo ganas de vivir”, me dice mi padre, y yo le respondo sin hacerlo, que es una manera cobarde de llevarle la contraria, de quitarle la razón sabiendo que la tiene.

Luego, cambio de tema y, de repente, me veo hablando del Tour de Francia, de ese ciclista español, Pello Bilbao, que ha vuelto a ganar 1.816 días después, según él me precisa, o de las posibilidades que Alcaraz tiene en Wimbledon -juega la tarde en la que yo escribo estas líneas-, y hasta del posible fichaje de Mbappé por el Real Madrid.

Es la belleza de lo ordinario, de aquello “común, regular y que sucede habitualmente”, la extraordinaria trascendencia de lo cotidiano, y a ella nos aferramos los dos frente a la incertidumbre de la ciencia, en un oxímoron tan real como la vida misma.

Los paseos por los pasillos de un hospital son cortos, pero yo procuro alargarlos gracias a esa infinita curiosidad que alimenta mi espíritu creativo y que ni en las peores circunstancias desaparece. ¡Bendita ella! Tengo reservas suficientes, acumuladas desde que era niña, en esos momentos de una infancia, la mía, marcada por la soledad y la extrañeza, y voy tirando de ellas para seguir preservando mi habitación propia.

“Ya sólo nos quedan cuatro horas, chicas”, escucho que dice una de las enfermeras en el puesto de control, si es que así se llama, y no puedo evitar mirarla y reírme. Es una sonrisa cómplice, sabedora de que la jornada laboral es únicamente una parte de su vida.

Pienso en ella, en cómo será esa vida, y mi mente se traslada, sin desandar el camino imaginado, a una sala de la Fundación Mapfre, en Madrid. Allí, hace unas semanas, vi una exposición del fotógrafo estadounidense Louis Stettner (1922-2016), cuya obra condensa esa belleza de lo ordinario, de los viajes en metro, de los trabajos en fábricas, de los paisajes montañosos, del ser humano en su majestuosa cotidianidad.

Las suyas son imágenes de un hombre sensible para con los demás hombres. Es Stettner un retratista profundamente humano. Por eso, cuando vi sus fotografías me pregunté lo mismo que al escuchar a esa enfermera: ¿cómo fueron las vidas de los que retrató? ¿Qué fue de Pepe y Tony, los dos pescadores a los que inmortalizó, mientras faenaban, en Ibiza en 1956?

La ensoñación es contagiosa, y me pasa igual con las gentes que protestaban en las calles de Nueva York en la década de los setenta, en quienes también fijó su objetivo, y con cada uno de sus personajes, nunca deshumanizados. Vuelvo en mí, de allí, y me cruzo con una pareja que, como yo, camina por el pasillo del hospital con ánimo de establecer una rutina, de recuperar la belleza de lo cotidiano.

Él se agarra a ella con más vigor que al porta sueros, y yo les convierto en protagonistas de un cuento de Alice Munro, como aquel del que se prendaron Jonathan Franzen, primero, y Sarah Polley, después, en el que un hombre se resiste a perder el amor de su mujer, enferma de Alzheimer y enamorada de otro porque ya no se acuerda de su marido.

Sólo la premio Nobel canadiense, poseedora del don narrativo más singular, el de volver extraordinario lo ordinario, es capaz de escribir esas historias, nuestras historias.