Opinión | EL TRIÁNGULO
En la presa de Nova Kajovka
Hay en las guerras un relato concienzudamente amargo que nos revela nuestra peor naturaleza
Aunque vivamos inmersos en nuestras cuestiones cotidianas, la guerra de Ucrania sigue viva. Más viva desde que ayer se produjera la voladura de la presa de Nova Kajovka y convirtiera en zona pantanosa no solo el caudal del río Dnipro, sino también determinadas zonas habitadas, lo que ha obligado a evacuar a miles de ciudadanos ante el anegamiento de sus casas, campos y ciudades.
Las guerras son el mejor sinónimo de la maldad humana porque todo se hace en razón y buscando el mal de aquellos que habitan en el territorio asediado y muy lejos de quienes dictan las órdenes que siempre son de destrucción y con las que persiguen, además de la muerte, algo que es mucho más desalentador y que radica en la falta de esperanza, en la huida continua y en la sensación de ser apátrida, algo así como una raíz sin tierra cuya única supervivencia se aloja en una maceta arañada y sin pertenencias.
Desde que se iniciara la guerra de Ucrania, hace algo más de un año, hemos ido viendo una escalada de violencia que, como en tantos otros acontecimientos bélicos, nos va anestesiando y si bien aquellos primeros bombardeos contra hospitales o ciudades nos dejaban mudos, en parte por estar hablando de Europa, hoy en día asistimos a esas noticias de una forma casi natural, sin dramatismo, asumiendo que es algo que terminará por pasar y que en nuestra memoria será una herida menor porque nosotros ayudamos, un término sin cortesía, y acogimos a miles de ucranianos que lo habían perdido todo.
Hay en las guerras un relato concienzudamente amargo que nos revela nuestra peor naturaleza y que tiene que ver con el modo o razón por el que se justifican estas y que en muchas ocasiones nace de la obsesiva necesidad de construir mundos en los que solo los que acechan pueden sobrevivir. En pleno siglo XXI, cuando la inteligencia artificial se postula como la mejor garantía no sabemos muy bien de qué, el planeta se desangra en lugares remotos y no tan remotos donde la vida apenas tiene valor y la apariencia construye y destruye todo lo que la vida había contemplado y de alguna forma mimado.
La presa de Nova Kajovka, que no entiende ni siente, desata su furia detenida en un tiempo de cálculo mediático sin esperanza y solo la esperanza de que aquellos que son víctimas puedan avanzar consuela, no sé si a la inteligencia artificial que todo lo estructura en algoritmos de práctico sentido, sí a los que resignados abandonan sus casas porque alguien señaló como elemento vulnerable un dique de piedra asediado por el agua, que era el elemento neutralizador de su día a día.
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