Opinión | POLÍTICA

Una grave crisis institucional

Los poderes públicos no pueden exigir con la misma contundencia el cumplimiento de la ley a los ciudadanos si ellos no dan ejemplo

Un semáforo en rojo frente a la sede del Tribunal Constitucional, en Madrid

Un semáforo en rojo frente a la sede del Tribunal Constitucional, en Madrid / EUROPA PRESS

El Tribunal Constitucional decidió este lunes, por primera vez en democracia, paralizar e interrumpir la tramitación parlamentaria de un proyecto legislativo. Por primera vez en nuestra historia reciente el poder judicial obliga a echar el freno a otro de los poderes del Estado, al que legisla directamente en nombre de la ciudadanía que, libremente, ha depositado en sus manos la soberanía nacional. No existen precedentes del paso dado por el tribunal de garantías —cuestionadísimo y con mandato caducado— que tomó una polémica decisión de consecuencias desconocidas, y lo hizo por la mínima, respondiendo a un requerimiento del PP.

Así las cosas, anoche desde el TC se dio un nuevo salto en el vacío que concentra en él, y en la atribulada clase judicial y política de este país, nuevas miradas estupefactas de buena parte de los ciudadanos, que no entiende esta crisis que parece una lucha clásica por el poder pero que encierra —y esto es lo más grave y preocupante— un debilitamiento del espíritu constitucional; un olvido de que las instituciones son propiedad de los que también son dueños de la soberanía y un remoloneo devastador a la hora de cumplir las leyes que resulta francamente incomprensible cuando proviene de quienes son los principales valedores de las mismas.

Estamos purgando un pecado original que ha sido la no renovación a tiempo de los órganos judiciales. Y aunque estos conflictos nunca son simples y tienen muchos padres, resulta difícil desmentir la tesis de que las hoy minorías conservadoras, que controlaron estas instituciones cuando gobernaban con mayoría absoluta, se han negado en redondo a perder esa primacía. El caso es sumamente grave porque los poderes públicos no pueden exigir con la misma contundencia el cumplimiento de la ley a los ciudadanos si ellos no dan ejemplo y se atrincheran en la picaresca.

La injustificable putrefacción del órgano de gobierno de los jueces, del que dimitió su presidente, Carlos Lesmes, cuando iban a cumplirse cuatro años de retraso en su renovación, ha envenenado también las relaciones políticas, y este país vive desde hace meses una crispación detestable, que daña la convivencia y afecta a una sociedad, la española, mayoritariamente orgullosa por pertenecer a una democracia sin tacha, pero que repudia cada vez con más saña a unos profesionales de la política y del derecho que, por ambición, han recuperado un cainismo que frustra el crecimiento material, intelectual y democrático.

A las Cortes les toca ahora acatar el mandato del Alto Tribunal, pero buscando fórmulas para legislar en nombre del pueblo español

En este clima inflamado y humeante, el Constitucional ha irrumpido para aventar el incendio y, todo hay que decirlo, frenar su propia renovación. Lo ha conseguido. Es altamente criticable tramitar proyectos de ley insertándolos como enmiendas nada menos que en una reforma del Código Penal, por más que los socialistas y sus socios lo defiendan. Pero nuestro ordenamiento eliminó conscientemente el recurso previo de inconstitucionalidad para no empañar el brillo del parlamentarismo. Nada grave hubiera ocurrido si las reformas cuestionadas en el TC hubieran seguido su curso y, después, analizadas. A las Cortes les toca ahora acatar el mandato del Alto Tribunal, pero buscando fórmulas para legislar en nombre del pueblo español. Es su deber.

Debilitado está en efecto nuestro modelo político por causa de las flaquezas de aquellos que han perdido la referencia de los grandes principios

Montesquieu, tan invocado ahora, podría repetir a la vista del caso aquellas bellas palabras: "No son solo los crímenes los que destruyen la virtud sino también las negligencias, las faltas, los ejemplos peligrosos, las simientes de corrupción; aquello que no vulnera las leyes, pero las elude; lo que no las destruye, pero las debilita”. Debilitado está en efecto nuestro modelo político por causa de las flaquezas de aquellos que han perdido la referencia de los grandes principios y nos entregan a todos una gravísima crisis de la que solo ellos son responsables. Mantengamos la calma. Y la firme defensa de la democracia.