Opinión | ANÁLISIS

Es el cambio demográfico, estúpido

La ecuación es obvia: si los pueblos se vacían de personas en edad de trabajar, disminuye la natalidad y provoca un envejecimiento de la España rural

El 'islote lluvioso' de la Marina Alta ayuda al postincendio de Vall d'Ebo.

El 'islote lluvioso' de la Marina Alta ayuda al postincendio de Vall d'Ebo.

Asistimos estos días con asombro a la sucesión de incendios forestales que se originan en la Península Ibérica. Las múltiples plataformas de información a tiempo real, contribuyen a ello. Y no lo neguemos, mirar al fuego, absortos, nos seduce, pues hace medio millón de años que aprendimos a “domesticarlo”.

Sorprende en ocasiones su fuerza, que como el agua desbocada, impone sus escrituras casi sin freno. Hay mucha materia combustible forestal, hay pocos paisanos en el entorno rural, hay un incremento de las temperaturas. En la mal denominada España Vaciada hay demasiada yesca a merced. Ese cóctel, puede producir lo que se conoce como un “incendio de sexta generación” (aquellos que pueden generar su propio clima), lo cual amplifica el problema.

Desde una cómoda atalaya urbana es fácil determinar cómo resolver el problema. Desde un placentero despacho cualquier burócrata que no haya pisado el campo puede determinar lo que hacer. Lo fácil, es el comodín del cambio climático, que vale para un roto, pero que cose poco la solución. Parafraseando a James Carville, asesor de Clinton en la exitosa campaña de 1992, podríamos decir que: “es el cambio demográfico estúpido”.

Recuerdo un señor que me propuso fabricar una especie de balones cargados de C02 y desde un camión lanzarlos al fuego a modo de batería antimisiles. Cuando no se ha oído de cerca el latido de un incendio forestal, cuando no se ha visto la vertiginosa velocidad que puede alcanzar, cuando no se ha sentido su potencia, podemos apuntarnos al deporte siempre fácil de comentar la jugada. Pero vayamos de las musas, al teatro.

Ola urbanizadora

En las últimas décadas hay una ola urbanizadora que se extiende a lo largo y ancho de los cinco continentes. Las ciudades compiten con los entornos rurales en crecimiento económico, en inversión, empleo y servicios. La ola se alimenta de un deseo de mayores oportunidades en el ámbito laboral, así como de equipamientos y servicios de más calidad. La ecuación es obvia: si los pueblos se vacían de personas en edad de trabajar, disminuye la natalidad y provoca un envejecimiento de la España rural.

En los últimos sesenta años la población rural en España ha descendido en más de 4 millones de habitantes. Las ciudades siguen creciendo, la costa incrementa su población, el interior (a excepción del área metropolitana de Madrid, Sevilla, Zaragoza o Valencia) se vacía, y a la luz de Eurostat, la densidad de población por kilómetro cuadrado en nuestro país es inferior a la media europea.

Los ecosistemas forestales de España suman más de 40 millones de hectáreas, lo que supone el 52% del territorio nacional, aproximadamente 20 millones de campos de fútbol. Se han abandonado más de 3 millones de hectáreas de cultivo desde 1990, mientras la superficie forestal se ha incrementado en más de 4. La biomasa arbórea crece. Ese mosaico donde los cultivos se intercalaban con las zonas forestales (de procedencia árabe) empieza a ser cosa del ayer. Y ya saben lo que dice el refranero: “un campo sembrado es un cortafuegos natural”.

El fuego no entiende de fronteras, así que no puede parcelarse la estrategia de combate. Los incendios forestales, ahora, son menos frecuentes, pero más virulentos. Los modelos prevén para esta segunda quincena de agosto de 2022 que Europa occidental se encuentra en “peligro de incendio extremo” con algunas áreas de “peligro de incendio muy extremo”.

Señalar a las Comunidades Autónomas de un problema de esta entidad es una pérdida de tiempo. Y que una Ministra de Defensa hable de incendios forestales, indicando que no hay que escatimar en prevención desde las Comunidades Autónomas, cuando sus instalaciones y medios militares sufren fatiga crónica, es rizar el rizo.

Aún reconociendo que todo el mundo tiene su parte de razón: que el calor que hace, que no cae una gota de agua, que hay mucho mechero suelto, que el viento aviva, que hay mucha suciedad en el monte, que la legislación es muy restrictiva frente a usos tradicionales, que si trabas y cortapisas, que… reconocerán que sin personas en el mundo rural, vamos a tener incendios por un tiempo, aquí y en muchas partes del planeta.

Mucha literatura, escasa eficacia

¿Caemos pues en el conformismo? De ningún modo. ¿Entonces?

En la Conferencia de Presidentes de enero de 2017 se acordó abordar el reto demográfico como algo esencial para nuestro futuro. Se creó un Comisionado del Gobierno frente al Reto Demográfico. Se creó un grupo de trabajo interministerial. Se aprobaron en 2019 unas Directrices Generales, que incluía objetivos como “favorecer el asentamiento y la fijación de la población en el medio rural”. Mucha literatura, pero escasa eficacia.

No es el cambio climático la única causa, es esencialmente el cambio demográfico quien surte de balas el cargador de los incendios. Mientras, no estaría mal una Estrategia Nacional real, un Plan Global de Actuación serio, con medidas presupuestarias más que la literatura que hemos conocido hasta ahora, y donde todas las administraciones estén implicadas. Se trata de gestionar el paisaje como no se había hecho hasta ahora y ser consciente que ha de ser generador de renta y empleo. Sensibilización, formación, red de vigilancia, aprovechamiento e innovación forestal, y en medios y técnicas de extinción. Empleos en silvicultura, limpieza de montes u otras tareas que pongan en valor nuestros montes. Mejora del pastoreo extensivo. Propuestas legislativas acordes a una estrategia de Estado, no fragmentadas y estancas. Y oír a los lugareños, es decir, a la sociedad civil, que es sabia, pues al fin y a la postre, pueblan ese entorno de lunes a domingo, con la máxima autoridad que da un despacho con olor a campo.