Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO

La mascarilla del diablo

La cara se ha convertido, inesperadamente, en una parte íntima. Volver a enseñarla tendrá que ser un proceso progresivo y, en la medida de lo posible, acompañado por profesionales

Varias personas caminan con mascarilla en Madrid.

Varias personas caminan con mascarilla en Madrid. / Europa Press/Patricia Martín

Ahora que están a punto de irse de nuestras vidas lo puedo contar: yo he buscado mascarillas por el suelo. Fue un lunes de octubre. Volvía a Madrid después de dar clase en Guadalajara. En la estación de tren me encontré con que había huelga de Cercanías y me fui a la de autobuses. Ya en la cola, eché la mano al bolsillo. Nada. Luego el otro. Más nada. En la cola algunas alumnas a las que venía de dar clase me miraban divertidas por lo que adivinaban que venía. El bus salía en 4 minutos y no había otro hasta una hora después. Corrí preguntándole a todos los conductores aparcados si tenían algún repuesto. Me miraron como, si en vez de la mascarilla, hubiera perdido la cabeza.

La cola avanzó; las alumnas seguían la escena ya desde sus asientos. En su lugar yo habría hecho lo mismo, pero las odié. Bajé un peldaño en las escaleras de la dignidad y empecé a rastrear el suelo. Sin éxito. Mis pasos me llevaron a la puerta de los baños. Sabía que dentro podía estar Lucifer dispuesto a comprarme la poca dignidad que me quedaba a cambio de una mascarilla engurruñada y diabólicamente sucia. Eran las cuatro y tenía hambre. Sentía las miradas en el cogote. Entré. 

"Tuviste que esperar al siguiente autobús, ¿no, profe?". "Sí". No dijeron nada, pero en sus ojos brillaba la felicidad de haberme visto buscar mascarillas en un suelo mugriento. Y en los míos la de no haber compartido un viaje con ellas con una mascarilla recogida del suelo. Mi mala suerte me había salvado. Para quitarle hierro al asunto hice una porra en clase: ¿cuándo creían que terminarían las mascarillas en interiores? Yo dije Navidades. Se rieron. Eran 23 alumnas y alumnos de 3º de carrera.

Llevaban dos años conviviendo con el Covid y ninguno pensaba que se levantaría la obligatoriedad antes de que terminaran sus estudios. A la luz de Ómicron, mi optimismo resultó ser de lo más cándido. Pero su pesimismo me sigue pareciendo descorazonador.

Hoy estamos a las puertas de que el Gobierno retire las mascarillas en interiores. Diría que en España hemos abusado de esta medida —y más en los colegios, donde los expertos dudan particularmente de su eficacia—, pero no pretendo criticarlo, solo que evaluemos los daños de cara a lo que viene. Quien da clase —y más en Secundaria—, lo sabe: muchos jóvenes no contemplan quitársela. Mientras que a algunos adultos parece que la mascarilla nos ha servido para arreglarnos los dientes y hacernos algún que otro retoquín quirúrgico, a los adolescentes llevar la cara tapada les ha supuesto un confort al que no quieren renunciar.

¿Por qué deberían volver a llevar sus inseguridades a la intemperie? Y sin embargo, ocultarse indefinidamente bajo un manto azul cirujano no parece la opción más saludable. La cara se ha convertido, inesperadamente, en una parte íntima. Volver a enseñarla tendrá que ser un proceso progresivo y, en la medida de lo posible, acompañado por profesionales. Es solo la punta de lanza de la ansiedad y la depresión que la pandemia ha disparado, sobre todo entre los más jóvenes. 

Todo ello, claro, si la calima no nos obliga a taparnos de nuevo la boca.