Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO

¿Quién no quiere vivir de las rentas?

Quizás justamente por ser escritor, y en un sentido más amplio trabajador cultural, me encanta proyectarme en esas vidas diletantes.

Me cuesta no fantasear con una vida de furtivas sonrisas entre palcos de la ópera, de elaboradas ironías de salón, de largas misivas que expresan lo contrario de lo que dicen

Portada del libro 'Neorrancios'.

Portada del libro 'Neorrancios'.

Adoro esas novelas con protagonistas que, bien porque pertenecen a las clases altas bien porque son arribistas, viven sin trabajar y se dedican a la filigrana social: cuidan sus modales tanto como sus compañías, ensayan los temas de conversación y organizan las veladas más suntuosas o, en su defecto, se hacen invitar a los salones adecuados. Ah, y casi siempre quieren escribir una novela (la última que me ha robado el corazón: Las costumbres nacionales, de Edith Wharton).

Quizás justamente por ser escritor, y en un sentido más amplio trabajador cultural, me encanta proyectarme en esas vidas diletantes. Por mucho que estas novelas retraten la hipocresía, la vana ociosidad, el parasitismo y, en definitiva, la podredumbre moral de la aristocracia, me cuesta no fantasear con una vida de furtivas sonrisas entre palcos de la ópera, de elaboradas ironías de salón, de largas misivas que expresan lo contrario de lo que dicen. Es decir, una vida de rentista.

Descorro el telón de este artículo, se desvanecen las novelas y mis ensoñaciones de escritor haragán, y aparece un texto que nos devuelve con imperdonable brusquedad al presente y nos interpela sin circunloquios ni cortesía. Hablo de Neorrancios, volumen coordinado por Begoña Gómez Urzaiz, y que reúne algunas de las plumas más interesantes del panorama actual, como la propia Gómez Urzaiz, Eudald Espluga, Pau Luque, Rocío Lanchares o Javier Gil, autor del capítulo que inspira esta columna, y a quien tengo la suerte de conocer desde hace años. Su texto se llama «Generation Rent» y, como La educación sentimental y esas novelas que mencionaba, presenta unos personajes cuya suerte está íntimamente más ligada a su contexto histórico.

Gil nos cuenta la historia de su madre quien, procedente de un pueblo de Ávila y votante del Partido Comunista, migró a Madrid y se hipotecó para comprar una casa en Vallecas; una casa que en el ámbito personal daba forma a su seguridad —bajo ese techo vio crecer a Javier— y en el social se convertía en símbolo de un modelo de crecimiento. En los 90, a lomos del Decreto Boyer, que acababa con la renta antigua y liberalizaba los precios, el mercado se disparó, y la madre de Javier veía crecer su patrimonio con independencia de su sueldo.

La familia se mudó entonces a una urbanización en Moratalaz, con piscina y parque infantil privados. Fueron punta de lanza de un modelo urbanístico que se consolidaría en las principales ciudades del país. Hasta 2007 la burbuja se disparó en España más que en ningún otro sitio, lo que llevó aparejado el crecimiento de la desigualdad entre quienes tenían patrimonio inmobiliario y quienes no. En plena burbuja, los padres de Javier venden su vivienda un 150% más cara del precio al que la compraron y con ese dinero compran dos casas: una para ellos y otra para su hijo.

Pero ahí la historia da un giro: «En 2008 tomé una de esas decisiones que solo se pueden tomar cuando tienes ciertos privilegios. Dejé la casa que mis padres me habían asegurado. Éramos un grupo de estudiantes que queríamos luchar contra el modelo financiero-inmobiliario mientras construíamos comunidad». El autor explica su renuncia en primera instancia al patrimonio familiar, puesto que es consciente de que el mismo proceso que enriquecía a sus progenitores es el que arruinaba las condiciones de vida de su generación. Gil llama a abrir el debate sobre la herencia inmobiliaria, y así llega el texto a uno de sus momentos más enjundiosos: «Hoy, heredar una o dos viviendas crea sensación de agrado y estabilidad, pero también debería crear preocupación».

La frase me chirrió al leerla y, a la menor ocasión, lo discutí con Javier: después de haber expuesto intachablemente cómo el beneficio de unos pocos rentistas—solo el 4,2% de la población de nuestro país son caseros— complica el derecho a la vivienda de la mayoría, ¿no le alejaba esa frase del sentido común? ¿Cuánta gente en España entendería como una preocupación —es decir, como una responsabilidad social— el hecho de heredar dos casas? Y, en otro orden, ¿qué hacía yo con mis fantasías decimonónicas y, peor aún, con las actuales de llegar a tener una renta que me permitiera dedicarme a la escritura y al trabajo cultural? Porque este punto es clave: buena parte de la cultura se sostiene sobre el patrimonio inmobiliario, lo cual a su vez condiciona necesariamente la forma y la mirada de esa cultura.

El debate social está muy lejos de problematizar la cuestión hereditaria y el freno que eso supone para cualquier opción de justicia social real. Qué hacer con las rentas del patrimonio inmobiliario es un problema de pocos que, sin embargo, afecta a muchos. Textos como este de Javier Gil —y la labor de colectivos como el Sindicato de Inquilinas— son el antídoto contra una ingenuidad interesada, ya que muestran sin coartadas que las legítimas aspiraciones de ascenso social a menudo se sustentan sobre pilares no tan legítimos como el trabajo de otros (que mayoritariamente son otras); además, aterrizan en lo concreto discursos políticos que, de lo contrario, no veríamos cómo nos interpelan y muestran caminos para una posible redistribución.