Opinión | DE PASO

La batalla por España

El presidente del PP, Pablo Casado, a su llegada a la sesión de control al Gobierno.

El presidente del PP, Pablo Casado, a su llegada a la sesión de control al Gobierno. / EFE/Chema Moya

La convención del PP ha dejado tantos titulares que, todos juntos, producen el sonrojo de una antología del disparate. Este hecho se debe a la competencia por la estupidez que se ha iniciado entre VOX y el PP. La guerra por España es así una guerra por hacerse con todo lo que quede de fanatismo español. Los beneficios que pueda rendir esta estrategia no se los deseo a nadie. Que esa guerra se haya situado en el centro de la agenda política, testimonia la degradación de nuestra vida institucional y muestra que la grave crisis de representación que emergió en 2008 no sólo no se ha cerrado, sino que se ha degradado. En aquella fecha comenzó una lucha por hacerse con lo más sensible de la opinión pública española. Ahora sólo se disputa por ganar la brutalidad.

Nada de todo lo que se ha dicho en medio de esa guerra por la España brutal es nuevo. El mero hecho de que Aznar hubiera calentado el ambiente invocando que él no pediría perdón por nada aunque lo mandara el papa, ya era una premonición. Que Casado repitiera la posición de Aznar, testimonia hasta qué punto se siente vinculado a su precursor. Con ello no hacen sino renovar esa mentalidad arrogante, soberbia, altanera y fanfarrona que es parte integrante de la cultura castiza y que ya Cervantes describió con sorna en aquel soneto dedicado al Túmulo del rey Felipe II en Sevilla. Que este sea el poema más leído de Cervantes debería darnos ánimos. Que cada día sea repetido, sin saberlo, por nuestros políticos y que la batalla por España esté hoy en los mismos términos de 1598, testimonia, por el contrario, la perennidad de la estupidez. Que se celebre a Cervantes y que no se siga su ironía es la manera en que estos tipos se vinculan a la cultura.

Si repasamos el soneto, podemos ponerlo en los labios de Casado en la Convención. Como el fanfarrón de Cervantes, Casado hablaba de la grandeza de España como "esta máquina, insigne, esta riqueza" y, como él, compara el imperio español con el de los romanos y hace de nuestro país "Roma triunfante en ánimo y nobleza". Como él, se alaba la gloria eterna del gran rey y se supone que el difunto Felipe, por vivir en su túmulo, despreciaría la gloria eterna. Lo más divertido del soneto es que otro, al que Cervantes llama "valentón", adoptando la misma actitud ridícula de arrogancia y jactancia, interviene para decir: "Es cierto cuanto dice voecé, señor soldado. Y el que dijere lo contrario, miente". La gracia de la escena reside en que hasta para estar de acuerdo se tienen que adoptar las actitudes de bravuconería, chulería y petulancia.

Esta actitud fachendosa se aplica a Aznar y a la glosa de Casado, a los líderes del PP y a las réplicas de VOX. Incluso para estar de acuerdo se manifiestan retadores, echando mano de la espada. Para que no faltara nada en la escena, se incorporó Almeida redondeando la competencia por la ocurrencia hiperbólica, celebrada con ruido por los forofos, de que él no piensa pedir perdón a Musa ibn Nusair ni a Táriq ibn Ziyad por invadir Hispania en 711. No saben estar de acuerdo sin competir por ver quién es más chulo. Sin saberlo, repiten la escena del soneto y, como en ella, todo lo que dicen acaba en un "y no hubo nada". ¿Y que puede haber en un juego de banalidades?

Que Casado no se dé cuenta de hasta qué punto esto es contradictorio con lo que él promete, resulta natural. ¿Quién no quiere sentir orgullo de ser español? Pero, ¿cómo sentirlo con estos representantes? Incluso aunque fuera verdad que la acción de España en América fuera la que dicen, ¿de qué nos serviría todo ese pasado glorioso si en el presente no tenemos otra cosa que tipos ridículos aspirando a llevar el país? Es como Díaz Ayuso y ese juicio definitivo, transcendente, emanado de los labios de la Revelación, de que el indigenismo es el comunismo. Por supuesto, ni por un momento se paran a pensar que si la acción de España fue tan gloriosa, ¿cómo es que ha tenido como efecto que todos los indígenas sean comunistas? ¿No llevó España la civilización, el español y el catolicismo? ¿Cómo es que los indígenas son comunistas? ¿Cómo de profunda fue la tarea civilizatoria de España para que haya tenido ese efecto?

¿Y quieren que sintamos orgullo? Yo sentiría orgullo de ser español si la vergüenza se apoderara de alguno de estos sujetos y, por respeto a sus representados, se entregaran a cualquier noble oficio y se ganaran la vida trabajando por el bien propio y ajeno. Lo sentiría si al día siguiente hubiera un clamor popular y estos individuos se ocultaran hasta que fueran olvidados por la ciudadanía, de tal manera que pudieran de nuevo pasear por nuestras calles sin causar escándalo. Sentiría más orgullo de ser español si nuestras elites no vivieran del cuento de ser los portadores de una herencia que, incluso en el mejor de los casos, no sería suya ni habrían contribuido en nada a su grandeza. Al pretender disfrutar de esa herencia de la forma en que lo hacen, testimonian que sigue existiendo la mentalidad castiza de quienes querían vivir del cuento con el trabajo indígena porque portaban sangre de fijodalgo.

En suma, al comportarse así, hacen verosímil la peor versión de nuestra actuación en América, porque muestran que el tipo humano altanero, desconsiderado y violento que tantas crónicas dicen que maltrataba a los indios con trabajos mortíferos hasta la muerte, sigue vigente. Y al pronunciarse de esta manera, muestran la alta probabilidad de que hace cuatro siglos, como ellos hacen hoy, ese tipo humano despreciara la verdad de lo que pasaba allí, como ellos desprecian cualquier estudio que los lleve a conocer la verdad de lo que pasó. Y eso es lo que en el fondo confiesan. No querer saber nada de la verdad.

Y al taparse los ojos, las narices y las orejas sobre lo que pasó en América con las poblaciones indígenas, testimonian que hoy, si las cosas volvieran a pasar, se las taparían igual, como se las tapan sobre lo que está pasando en España, esa España de la que ellos se sienten orgullosos, pero que a cualquier observador imparcial avergonzaría, a saber, que más de once millones de seres humanos necesiten los servicios de Cáritas. Y uno se pregunta si algún día la batalla por España será para ellos la batalla por hacer mejor y más digna la vida de esos millones de compatriotas. Y no la batalla por la brutalidad en la que se han empeñado.