Opinión | MADRID CON GAFAS PLURALES

Cada vez que marco un 975

Que sí, que Madrid está bien para un ratito, pero a mí personalmente me puede llegar a cansar

Viajeros de la línea 10 de metro en Madrid

Viajeros de la línea 10 de metro en Madrid / DAVID CASTRO

“Tristeza o melancolía, especialmente la nostalgia de la tierra natal” es la definición de morriña según la RAE, y también es la respuesta que suelo dar cuando me preguntan qué es lo que más me gusta de vivir en Madrid.

Es una sensación que no había experimentado hasta ese preciso momento en que vi salir a mis padres de manos vacías un 15 de septiembre hace ya seis años. Aquel colegio mayor con habitaciones minúsculas y una oferta vegetariana algo cuestionable se convertiría en hogar y familia para mí en una de las etapas más importantes de mi vida.

Si bien elegí Madrid entre un sinfín de posibilidades académicas, lo único que necesitaba -y me importaba en ese momento- era escapar de Soria. Me ahogaba y la odiaba. Una ciudad con la que me he ido reconciliando a lo largo de estos seis años donde he aprendido a valorar lo que antes tenía delante y era incapaz de ver.

Aunque los madriles hayan sido sinónimo de libertad, diversidad, contrastes, oportunidades y nuevas experiencias, no hay nada como volver a casa, al pueblo, y seguir siendo ‘el nieto de Elvira’ o ‘el mayor del Tello’ cuando me cruzo con alguno de los -cada vez más escasos- habitantes de Villaciervos. Nada como pagar un euro por una cerveza en la plaza Herradores con las amistades de toda la vida.

Lo mucho que me gustan los paseos por Malasaña, los domingos de Rastro y vermú, los atardeceres en Debod o volver a casa de la mano. Aun así, nada es comparable con la tranquilidad y satisfacción de recoger la cosecha del huerto, merendar las galletas de mi abuela o sentarme junto a la chimenea con las botas de montaña y el olor a lavanda en invierno.

Que sí, que Madrid está bien para un ratito, pero a mí personalmente me puede llegar a cansar. Especialmente a las ocho de la mañana cuando un desconocido toca la guitarra en el metro. Un metro que a todas horas rebosa gente con prisa y un móvil en la mano. No sé si el ratito está llegando a su fin, lo que sé es que la morriña me mantiene unido a todo aquello que está al otro lado del teléfono cada vez que marco un 975.