MÚSICA

Los 'superfans' cambian las reglas del negocio musical

La tecnología hace posible que el 'superoyente' sea rastreable y que su afán por acceder a todo aquello que el artista produzca o toque con sus dedos llegue a ser monetizado

Taylor Swift se hace un 'selfie' con un fan en el Festival de Cine de Toronto.

Taylor Swift se hace un 'selfie' con un fan en el Festival de Cine de Toronto. / MARK BLINCH

La figura del fan hipermotivado, dispuesto a gastarse el sueldo en discos, camisetas y entradas de conciertos de sus ídolos, es tan antigua como la cultura pop (o más si cabe), pero nunca había constituido un segmento de mercado tan identificable y explotable. La tecnología hace posible que el superfan o superoyente sea rastreable y que su afán por acceder a todo aquello que el artista produzca o toque con sus dedos llegue a ser monetizado: ahí está la nueva fijación de la industria musical, deseosa de establecer vínculos fuertes con la audiencia más estimulada en un contexto de fragmentación del mercado, en que se publica más música de la que podemos abarcar (esas 120.000 canciones volcadas cada día en las plataformas de streaming). 

La conversación en torno a los superfans, como comunidades regidas por una pasión compartida, se sustenta en cifras que sitúan ahí una media de gasto muy superior a la media. Según los estudios de la consultora Luminate y de la plataforma Spotify, se trata de un 2% de los oyentes mensuales de un artista que acaparan casi el 20% de las escuchas, gastan un 68% más en música que la mayoría de los fans (a secas), un 126% más en merchandising y un 76% más en discos físicos. El apetito de los superfans apunta tanto al vinilo de color rosa en edición limitada como a la entrada de concierto (premium si se tercia), la línea de perfume de la estrella del momento o el acceso exclusivo a canciones, videos o maquetas en el entorno digital.

'Swifties' barcelonesas en el estreno del documental de Taylor Swift ien cines.

'Swifties' barcelonesas en el estreno del documental de Taylor Swift ien cines. / ANNA PUIT

Financiar al artista

La pulsión del superfan no es algo nuevo, pero sí lo son las herramientas que se están desarrollando para atarlo en corto. Hace ya una década que comenzó a hablarse de las plataformas D2C o D2F (direct to consumer o direct to fan), recuerda David Loscos, director de la barcelonesa IMB International Music Business School. Surgió ya entonces una iniciativa, Topspin, que no prosperó. “La idea era que ese superfan se convirtiera en troncal en la financiación de los proyectos del artista”, explica, “pero era demasiado pronto y no se entendió”.

Spotify for Artists, Amazon Music for Artists y Apple (en alianza con Shazam) caminan en la dirección de suministrar a los creadores las métricas sobre su fandom. Y de cara al superfan, la plataforma más importante es Weverse, lanzada por el gigante coreano del entertainment Hybe y ahora asociada a la major Universal (que, a su vez, ha implantado en Alemania su propio servicio de exploración de ese entorno fan, YOUniverse). En Weverse, el seguidor de les bandas de pop coreano, el k-pop, puede suscribirse para acceder a toda clase de golosinas exclusivas. 

Concierto de Blackpink en Barcelona.

Concierto de Blackpink en Barcelona. / ARCHIVO

Sin música no hay dinero

Al fin y al cabo, los coreanos son “los grandes promotores” de esa tendencia, si bien Loscos advierte que, en materia de objetos físicos, “la devoción del mercado asiático no es comparable a la que se practica en Europa o América”. Añade que “pensar en el corto plazo y en intentar vaciar los bolsillos del superfan puede generar problemas”. Lo verbalizó hace unos días Billie Eilish cuando criticó a los artistas “que sacan cuarenta versiones diferentes de un vinilo”. Ya hace un par de años, los fans de Blackpink acuñaron el eslogan No Music, No Money y exigieron al girl group coreano que hiciera el favor de publicar un disco con canciones de estreno en lugar de endosarles enésimas líneas de cosméticos, sudaderas, mochilas, tazas, cojines, llaveros y lámparas de leds con forma de corazón. 

Pero este es un campo abierto a la innovación y donde afloran proyectos que buscan su propio camino. Un creador musical, James Blake, ha creado Vault, plataforma que ofrece acceso a material singular, por suscripción, para los muy cafeteros. En Barcelona, una iniciativa fresca es Guzzu, startup ideada para el entorno digital para que “el artista, ya sea grande o pequeño, pueda monetizar su comunidad”, explica su cofundador Arnau Sabaté, emprendedor con larga experiencia. 

Grandes y pequeños

Frente a la percepción de que esto va de artistas muy comerciales, Sabaté abre el encuadre a creadores independientes que puedan disponer de una base de fans quizá pequeña pero activa y que “puedan así acceder a unos ingresos decentes”. Como plataforma D2F, Guzzu se salta los intermediarios “para que los artistas tengan retribuciones directas”, monetizando la relación con los seguidores en materia de “distribución de royalties, clubs de fans, gamificación, acceso a privilegios, prioridad o comunicación directa”, a través de un merchandising digital que incluye activos como canciones, videos o avatares. 

También los festivales están atentos al superfan, ya sea del divo pop o del grupo de culto. Si fichan a una estrella con ese perfil de seguidores “siempre hay el riesgo de que secuestre la atención”, pero suministrará esas imágenes de “público esperando a que abran las puertas para correr a primera fila y esperar ocho horas a que salga”, cuenta Joan Pons, director de comunicación de Primavera Sound, a propósito de Rosalía o Depeche Mode. El festival trae ahora a Lana del Rey, figura de fandom sólido. “Es la artista que más nos reclamaban los fans del Primavera, los fans de los festivales, aunque ojo con los de Mitski, que matan si hace falta”, hace notar. En otro orden, una turbia banda shoegazer de los 90, Slowdive, ha capitalizado inesperadas atenciones, así como Dreamcatcher, grupo (coreano, de nuevo) que “monopolizó las menciones al festival en la Red”. 

El grupo de música Slowdive.

El grupo de música Slowdive. / ARCHIVO

Fans de festivales

Hay, en efecto, superfans de todas las edades y los géneros. “Todos conocemos al admirador de 50 años de Springsteen o de cierta banda punk que compra cada vinilo y las entradas de varios conciertos de sus giras internacionales”, apunta Arnau Sabaté. Y el concepto se puede aplicar a los superoyentes en general, ávidos de novedades y con un criterio desarrollado, lejos del papanatismo al que suele asociarse la palabra fan. El Primavera tiene los suyos, entre un 20 y un 30% del público, explica Pons. “Y no es que lo perdonen todo, sino al contrario, son muy críticos y está bien que lo sean”. 

Se trata ahora, desliza David Loscos, de observar si la tendencia a capitalizar el superfandom “crece de una manera orgánica” o si consiste en dividir a los aficionados a la música “en superfans o en plebe”. Porque “si las diferencias de trato son demasiado grandes” y la oferta de privilegios (caros) es un continuo bombardeo, “la bolsa de superfans se acabará reduciendo porque se hartarán” (el efecto Blackpink). En el caso de los fenómenos de ídolos juveniles, como con los futbolistas, tal vez se trate de aprovechar el ciclo de fertilidad. Otro riesgo es que los creadores acaben decidiendo sus pasos en función del dictado del superfan y a pensárselo mucho antes de decidir un cambio de rumbo estilístico. Pero es aventurado pensar que este siempre va a querer más de lo mismo: al fin y al cabo, cada artista dispondrá del superfandom que se merece.