Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Benet y Llamazares, distintas formas de mirar el agua

Los caminos de estos dos grandes escritores se cruzaron, con consecuencias literarias y vitales, en el pantano que el primero diseñó y que sepultó el pueblo del segundo, y más tarde en la noche de Madrid

El escritor e ingeniero Juan Benet

El escritor e ingeniero Juan Benet / MANUEL LOPEZ

Los recuerdo a los dos, a Juan Benet y a Julio Llamazares, en la penumbra de los bares. El ingeniero, autor de Volverás a Región, muerto joven aún, en 1993, y el joven escritor de La lluvia amarilla, se encontraban de vez en cuando en esa zona del mundo, la noche, en que todos los gatos son pardos y además todos los seres humanos tienden a buscar compañía u olvido.

Ellos dos eran (Julio lo es) discursivos. Se encontraban y a veces lo hicieron por mi intermedio para rellenar de acrósticos los posavasos del Cock, los más porosos que yo he conocido. A Benet, que pasó a la historia como un hombre distante, le encantaban esos episodios nocturnos, y le gustaban los juegos literarios (o aliterarios) que propiciaban aquellos papeles gruesos. Él veía jugar a los otros, hasta que un día se decidió a intervenir, pero, incapaz de llegar al acróstico correspondiente, escribió esta muy curiosa letanía: “Gris marengo”.

Yo guardé ese autógrafo y por algún lado de los tesoros de entonces está en mi casa, como recuerdo, entre otros, de aquel escritor extraordinario, cuyo oficio, el de ingeniero y “constructor", como lo llama Julio, “de presas hidráulicas”, lo llevó a chocar de raíz con algo que tanto quería su colega leonés: fue el que sepultó su pueblo, Vegamián, trasunto desde siempre de la obra literaria de aquel al que ahora recuerdo tomando copas en la barra de aquellos bares de noche en los que coincidían cuando Madrid era sobre todo de noche.

En la época del Cock ya Juan estaba persuadido de que el mal que lo amenazaba estaba pronto a estallar, y fatalmente eso ocurriría por los días de Reyes de 1993. Recuerdo la última vez que fui a verlo a su casa por el Viso; él me daba unas galeradas con arreglos de un libro que yo iba a publicarle en la colección de bolsillo de Alfaguara, y a él ya le faltaba mucho del pelo ladeado y perfecto que lo distinguía entre las cabezas de la noche. Detrás de él, como si lo esperara para ponerse a sonar, había un piano de cola que en ese momento, como el futuro, se hallaba silente.

Julio y Juan siempre fueron conscientes de aquella herida de agua que les correspondió vivir, uno perdiendo su suelo y el otro habiéndolo anegado. Los vi, juntos, en aquellas noches en que vivir era algo que debía esperar la madrugada para ser verdaderamente vida en común o alegría. Inolvidable Juan, querido Julio. Éste acaba de hablar del ingeniero que fue escritor, o viceversa, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, convocado este último martes por el Congreso de los Periodistas Medioambientales.

Como el autor de Vagalume (Alfaguara, su última novela) es autor, además, de Distintas formas de mirar el agua, la conferencia señaló aquel hecho histórico, la pérdida de la tierra en cuanto que raíz de la relación de los dos escritores, el que perdió su casa y el que la sepultó. “Hay distintas formas de mirar el agua, depende de cada uno y de lo que busque”, dijo el poeta y narrador…

Benet quería “corregir mediante la hidráulica el desequilibrio hídrico español de una vez y para varias generaciones”. En su conferencia Llamazares glosó así “el sueño” de Juan: “Es moralmente intachable en cuanto que propone el reparto entre los españoles de un bien escaso como es el agua…” Y sería “perfecto” ese sueño “si, a cambio de ello, las regiones productoras de otros bienes precisamente por su situación geográfica también los repartieran con las que les dan el agua, algo que hoy por hoy no sucede”.

El escritor Julio Llamazares.

El escritor Julio Llamazares. / José Luis Roca

Entre “el soñador Benet” y “los conservacionistas más radicales”, indicó el creador leonés, “hay mil maneras de mirar el agua. Desde la juvenil y romántica que llena la cabeza de fantasías a la literaria de un viejo vecino mío ya fallecido, un campesino llamado Ovidio, de aspecto más cercano al de Sancho Panza que al de Don Quijote pero que sostenía como la cosa más natural que el agua se duerme por las noches (el que se dormía era él mientras esperaba el turno para regar sus prados tumbado al lado de las acequias), desde la melancólica de los enamorados parisinos o venecianos, esos que tiran las llaves de sus candados de amor al Sena o a los canales de la Laguna de Venecia desde los puentes a cuyas barandillas los sujetan con grave riesgo para estos últimos, a la utilitaria de los agricultores de cualquier lugar del planeta”.

Claro, dijo Llamazares, su manera de mirar el agua “es, como corresponde a mi condición, más literaria que materialista”. Y aunque él comprende también “tanto su dimensión real como su consideración real”, lo cierto es que su experiencia humana, el pasado y la realidad de su pérdida, hace que sólo la literatura sea ya el sustento de su amor por aquel territorio inundado según los dictados del ingeniero.

Y no es poesía, tan solo, sino evidencia, lo que ha convertido la nostalgia en imposibilidad de olvido, pues él comenzó a entender la pérdida cuando “el pueblo en el que me nacieron fue borrado de los mapas por un embalse del río junto al que aquél había surgido hacía posiblemente un par de milenios…” Fue una tragedia que él no vivió (sus padres se lo llevaron a vivir a otros parajes), pero él nunca perdió el hilo de aquella contradicción entre la naturaleza y el porvenir diseñado por el ingeniero… El porvenir, que lo hizo escritor y también hombre relacionado con los documentales o el cine, fue por aquellas ruinas habitadas por el mar dulce del pantano para grabar el resultado posterior del hundimiento. “Fango, paredes rotas y desventradas, tejados alejados como barcos de sus sitios primitivos, casas caídas, puertas podridas y rotas, objetos enterrados en el lodo que reaparecían al revolver en él”. Más cerca de “una película de terror que a la placidez que sugieren cuando están llenos esos embalses que enmarcan montañas y paisajes hermosísimos por cuyas carreteras los automovilistas pasan contemplándolos con admiración”.

Años después, cuenta Julio Llamazares, conoció al autor de la presa. “Semirretirado ya de su trabajo como ingeniero y convertido en un escritor prestigioso, que no famoso (su literatura no se lo permitía), Juan Benet se había vuelto una figura con una gran influencia en la vida literaria y política española”. Naturalmente, terminaron encontrándose, al que perdió su territorio lo marcaba el rechazo, hasta que lograron “cierta familiaridad, que nunca pasó de ahí”, aunque lo entrevistaría para la televisión de entonces y, además, polemizó con él en la prensa sobre, entre otras cosas, “la política hidráulica de Felipe González”, en la que el ingeniero de Vegamián “influyó bastante y sobre la que disentíamos radicalmente, como es natural”.

“Con los años”, dijo Llamazares en su conferencia, “lo he perdonado… No obstante, lo que me dijo una de aquellas noches seguramente animado por el mucho whisky que había bebido, aunque tampoco lo necesitaba (Benet siempre hizo de la arrogancia un escudo, aunque conmigo la utilizó pocas veces): ´No sé de qué te quejas si tú eres escritor gracias a mi`.” Julio recibió la frase “como un insulto, y como tal le respondí con otro que él no escuchó…” Siguieron viéndose, “y hablando de cuando en cuando, pero nunca volvimos a hacerlo de aquella noche. Era como si los dos supiéramos que había algo entre nosotros que nos aproximaba y nos alejaba a la vez”.

Eran, sin duda, dramáticamente, los distintos modos de mirar el agua, uno para cumplir con un objetivo que no tenía alma sino temblor de tierra, y el otro el alma entera que se quedó allá abajo, entre los rastrojos del tiempo. Ahora dice el escritor, sobre aquella discusión y sobre el exabrupto que escuchó de Benet la última vez que discutieron: “Con el tiempo acabaría aceptando como acertada [aquella frase]: en efecto, yo era escritor gracias a su intervención, al desgarro que ésta comportaría en mi vida, a la sensación de pérdida y desarraigo que siempre me acompañaría ya y que impregna todo lo que escribo”.

Esa reflexión incluye un resumen de su obra. Dijo Llamazares ante los periodistas medioambientales que lo escucharon en el Círculo de Bellas Artes: “O, si no, ¿de dónde viene esa debilidad mía por la memoria, por la fugacidad del tiempo y de las personas, por el paisaje como soporte estético de la vida, por el agua y por la nieve como símbolos de un mundo en continua destrucción y con metáforas de la fragilidad humana”.

Los recuerdo aquella noche, junto a la barra del bar El Limbo, donde se produjo la conversación que Julio evoca. No llegó la sangre al río, es más, los vi reír como camaradas de la noche, y de la literatura, como seres a los que el agua juntó con las consecuencias diversas que Llamazares evocó en su conferencia, de la cual son emocionantes también estas últimas confesiones: “Sigo mirando el agua (…) como un espejo en el que se refleja el mundo y con él todas nuestras pasiones. Aunque, cuando me acuesto, lo haga como aquellos primeros colonos de La Nava, la laguna desecada en la Tierra de Campos palentina a la que trasladaron a muchos de los vecinos de Vegamián y de otros pueblos españoles destruidos como él por el progreso, que, cuando llovía mucho, dormían con una mano fuera de la cama por si la laguna volvía a brotar y había que salir corriendo”.