Opinión | EL REVÉS Y EL DERECHO

El tamaño del estupor

El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince abandona Ucrania rodeado de gente que huye del mismo horror que a él y a varios amigos estuvo a punto de costarles la vida hace unos días

La foto enviada por Héctor Abad Faciolince la mañana de este jueves, cuando estaba a punto de cruzar la frontera para abandonar Ucrania.

La foto enviada por Héctor Abad Faciolince la mañana de este jueves, cuando estaba a punto de cruzar la frontera para abandonar Ucrania. / Héctor Abad Faciolince

A esta hora de la mañana de España, tan temprano aquí y tan tarde en Ucrania, Héctor Abad Faciolince, escritor colombiano que al anochecer de este último martes estuvo a punto de ser asesinado en Kramatorsk, Ucrania, envía una fotografía por wasap y esta breve leyenda: “Pasando a pie la frontera. Todo bien”.

En la fotografía se ve una fila tranquila de personas que parece esperar la entrada por una puerta que, en ese momento, con los antecedentes que ya se saben, podría resultar la misma puerta del paraíso.

Aunque lo que en ese instante refleja la cámara sea el conjunto mudo de una multitud que huye, rodeada de paredes que parecen alambradas civiles, se puede escuchar a lo lejos el eco de las noticias, despiadadas, obligadas por sí mismas a ser parte de la crónica del estupor.

Héctor Abad está allí, con su compañero Sergio Jaramillo, su paisano, volviéndose para una tierra sin bombas, a punto de cruzar la frontera que le lleve a territorio sin guerra, pues hasta hace un rato, o aun ahora mismo, han estado atravesando, ellos, su amiga Catalina Gómez Ángel, periodista, la escritora ucraniana Victoria Amelina, que está muy grave, el peligro mayor de sus vidas, el instante que suena cuando hasta el aire lleva la noticia de la muerte.

Es un grupo concreto de personas, aparte de los que hemos citado, los que estén en esa fila informe de caminantes en pos de la frontera. Son gente sin nombre: huyen. Como aquellos huidos de la Guerra Civil española, o los que iban a los campos de concentración, cabizbajos, los que sabían que los fusiles, los mosquetones, no estaban allí porque sí sino para matarlos, estos que se van de Ucrania, como Héctor, como sus amigos, ya han escuchado el estruendo de muerte y humo, y de muerte, y están aquí, retratados con la primera luz del día, y forman parte ahora de este wasap que es una noticia amistosa para quien le ha preguntado en la madrugada española: “Héctor, ¿cómo estas?”

En la respuesta, “Pasando a pie la frontera. Todo bien”, hay siglos de historia de otros, que han traspasado lugares parecidos, alambradas de aire, buscando el sitio en el que la palabra refugio sea un lugar concreto en el que al menos se alivie la memoria inmediata, el miedo, el ruido que siguió al golpe seco, cruel, que hace unas horas explicó el tamaño exacto del estupor. Hablando de otra cosa, la vida misma, este escritor que ahora ofrece este despacho de dos líneas, en su libro sobre el corazón de un sacerdote colombiano amigo suyo dice algo parecido desde el título: Salvo mi corazón todo está bien. El porvenir actúa, decía Fernando Arrabal, en golpes de teatro. Y ahí está el pasado tapiando de peligro y de sangre esta imagen del porvenir, la gente huyendo de la guerra en la imagen que acaba de atravesar el aire para posarse en una casa lejana donde se esperaban noticias de Héctor y de sus amigos. Están en la frontera, yéndose, “todo bien”.

En las fotografías de anteayer aparecían Héctor y su amigo Sergio manchados por la lacra de la guerra, sus consecuencias. En el caso de este último, un antiguo comisionado para la paz, colombiano como él, acostumbrado como Héctor a la palabra guerra y a la noticia cruel de la metralla, se le veía pendiente de una pierna que había sido alcanzada por la metralla que cayó, era un obús, sobre el restaurante en el que acababan de sentarse. En este caso, en el de Sergio, su cara bajaba hacia el dolor, que era fuerte como un agravio de batalla. Héctor aparecía de cuerpo entero, mirando a la cámara, su escarapela de Aguanta Ucrania adherida a su saco, y toda su ropa pespunteada de pintas negras, como de sangre. Pero no era sangre, sino la huella de todas las esquirlas que se unían al desastre que denunciaban sus ojos. Jamás vi a Héctor Abad Faciolince mostrando ese estupor en su rostro, como si viera el pasado más negro de su vida otra vez.

Victoria Amelina y él, y Sergio, se habían estando riendo acerca de las anécdotas que suele haber al final de la tarde, no hay cerveza de veras, hay que beber sin alcohol, al fin estamos sentados, se ríen, y en el pico de esa risa estalló la bomba y estalló también la evidencia del porvenir que parece tachado, parte de una de esas manchas que combinan con el rostro de Héctor Abad Faciolince. Si uno deja de mirar su ropa, tan manchada, o el pie adolorido de su compañero, y se fija en sus ojos, en los ojos del escritor que está mirando a la cámara, podría ver ahí, en su dimensión exacta, incrédula, el tamaño exacto del estupor.

Es imposible, al término de esa mirada que es como un verso escrito por uno que huye de la muerte, no imaginar de pronto lo que pasó en la vida de este hombre, que era un muchacho entonces, cuando vio en la calle, ensangrentado, muerto, a su propio padre, el doctor Héctor Gómez. Fue en Medellín, Colombia, en medio de aquella colección ingente de tantos estupores como asesinatos, el 27 de agosto de 1987. Él, un chico flaco como aparece en la película, El olvido que seremos, de Fernando Trueba, en su propio libro tan poético, del mismo título, es ahora parte viva del estupor de otra guerra a la que él ha ido con otros para proclamar Aguanta Ucrania.

Semanas atrás, en la Feria del Libro de Madrid, anotaba circunstancias de la vida de otros y reía de las ocurrencias que habían sucedido en la caseta de la librería Sin Tarima donde había estado firmando. Ya vestido como para almorzar, aquel chiquillo de agosto de 1987 era este hombre de 2023 que contaba las horas o los días que faltaban para trasladarse a Ucrania en busca de lo que siempre fue, antes de aquel estruendo que rompió su adolescencia, su pasión humana de escritor: contar la vida, repudiar la muerte.

Tomaba notas, siempre toma notas, de cualquier cosa que escuchara; con su bolígrafo de letra minúscula, con sus gafas de ver muy de cerca, con su corazón hace rato reparado, acaso con la misma guayabera con la que viajó a Ucrania, se iba a trasladar al epicentro del desastre y se encontró, eso dijo ahora en la radio de Colombia, en la radio de España, hablando con Carles Francino en la Ser, en todas partes de donde lo llamaron.

El azar y la muerte, juntos, haciendo su trabajo minucioso contra la vida de las personas, la horrible saña del ejército ruso cayendo a plomo contra la risa pacífica de los que están en Ucrania para proclamar la vida contra la muerte. “Nos sentamos, no había cerveza, reímos, la bomba está pensada para hacer daño”.

Todo sucedió a cámara lenta, y de pronto, tras el estruendo, se fijó en Victoria, su amiga, recta, en su silla, limpia, que no respondía… De ella se tendrían luego noticias muy graves, y lo que quedaba en su memoria, en la memoria de Héctor, en esa cara que se le ve en las fotografías, es, como decía él, “el horror y el horror”.

Esta mañana, en la fila larga de la escapada, como si estuviera otra vez titulando aquel libro sobre el corazón ajeno, y sobre el suyo, le escribió a un amigo español este telegrama que adjuntó a esa fila de esperanza y de drama de los que consiguen irse: “Pasando a pie la frontera. Todo bien”. La sintaxis del estupor, el dedo que cae sobre el teclado para aliviar la inquietud de los que, estando tan lejos de esa fila de huidos, están caminando más allá del miedo y de la muerte.