CRÍTICA DE ÓPERA

'Nixon in China' o el esperpento de la Historia

Una formidable versión de la obra del contemporáneo John Adams trae al Teatro Real un capítulo crucial de la Guerra Fría convertido en acontecimiento televisivo

Sentados, Alfred Kim (Mao Tse-Tung), a la izda., y Leigh Melrose (Nixon), con las secretarias del primero detrás (Sandra Ferrández, Gemma Coma-Alabert y Ekaterina Antípova).

Sentados, Alfred Kim (Mao Tse-Tung), a la izda., y Leigh Melrose (Nixon), con las secretarias del primero detrás (Sandra Ferrández, Gemma Coma-Alabert y Ekaterina Antípova). / Javier del Real | Teatro Real

Se abre el telón y aparece un gran archivo. Estanterías grises y muchísimas cajas de cartón marrón. El sueño de un burócrata. La música suena obstinada, casi taquigráfica. Unos empleados arrastran la urna con la momia de Lenin, cubierto por su banderón rojo. La orquesta se entrega a un minimalismo frenético: arpegio va, arpegio viene. En el centro de la escena, sobre un círculo de pantallas, aparece el Air Force One. Un enjambre de funcionarios mira la película, anonadado: están a punto de recordar la Historia.

En febrero de 1972, el presidente norteamericano Richard Nixon aterriza en Pekín. La 'hazaña' fue seguida por millones de televidentes desde la comodidad de sus hogares. Más espectadores que el alunizaje del Apolo 11. El compositor John Adams (que por entonces trabajaba descargando baratijas de importación asiática) estaba entre ellos. Once años después, Peter Sellars, el mítico director de escena, le propuso convertir el acontecimiento en una ópera. Nixon in China se estrenó en 1987 en Houston, y anoche lo hizo, por primera vez en España, en el Teatro Real.

Retomemos: un coro ominoso entona doctrina maoísta. El presidente yanqui baja histriónicamente las escalerillas del avión y estrecha la mano de Chou En-Lai, primer ministro chino. Flashes y plumillas dan cuenta del magno acontecimiento. Nixon está pletórico: saldrá en todos los telediarios del mundo. "Las noticias tienen ese halo de misterio. Cuando estreché las manos de Chou En-Lai en ese árido campo a las afueras de Pekín, el mundo entero escuchaba". "News, news", repite el presidente, obsesivo y machacón.

En una habitación atiborrada de cajitas y etiquetas, sentado en un sillón estampado, el presidente Mao (bastante cascado) espera escoltado por unas grises secretarias armadas con cuadernitos. De un lado, un viejo con su escupidera rodeado por el aparataje del partido; del otro, el bocazas de Nixon y el calculador Kissinger. La estructura de la música parecen endemoniarse: encabalgamientos, ostinati y parlamentos atropellados. El brillantísimo libreto de Alice Goodman va intercalando desavenencias y clichés. Nixon no pierde oportunidad de meter la pata. Mienta a Confucio, para cólera de sus interlocutores. La música adquiere una rotundidad iracunda: no se ha purgado a los maestros para nada.

Cambiamos de escena y las dos delegaciones continúan con la mascarada alrededor de una gran mesa. La partitura de Adams introduce, en el maremágnum general, compases de jazz y soniquetes tradicionales chinos; pequeñas escenitas brotan y se reintegran en el gran caudal de la composición. Los encorsetados líderes brindan y se relajan: las entretelas de la política internacional, oiga.

El turno de las primeras damas

Estamos en el segundo acto y ahora le toca a las mujeres. La señora Nixon (doña Pat) se entrega a la tournée propagandística. Fábricas de irrepetibles elefantes de cristal (imitación de jade) producidos en masa; granjas porcinas, hospitales, colegios. Ella, un tanto pánfila, recuerda sus orígenes humildes mientras un coro relata sucesos terribles. "Quería venir aquí... ¡Qué parque tan hermoso! ¿Tendremos tiempo para un picnic?". En aquel tiempo trabajaban la piedra. "La mano de obra era muy barata. Los hombres cavaban sus propias tumbas. Y erigían estatuas sobre ellas cubiertas por el polvo de su propia creación. ¡Elementos comunistas! Hombres como ellos inician las revoluciones. Nadando en el espacio como el pez en el mar, descansando de las corrientes aunque tenían dos tazones de arroz al día".

Esa noche, durante una representación de un ballet 'revolucionario', hace irrupción Chiang Ching, la fanática esposa del gran timonel. La escena se torna una ensoñación de la señora Nixon, que se ve envuelta en el fragor de la revolución cultural, rifle en mano. Madame Mao ("soy la esposa de Mao Zedong, hablo según el Libro") emprende un canto violentísimo, con una coloratura escrita a mala idea (sobreagudos, saltos de tesitura, fraseos entrecortados). En mitad de esta enajenación colectiva, cae el telón.

Sarah Tynan (Pat Nixon), a la izda., y Audrey Luna (Madame Mao, Chiang Ching), en escena con el Coro Titular del Teatro Real.

Sarah Tynan (Pat Nixon), a la izda., y Audrey Luna (Madame Mao, Chiang Ching), en escena con el Coro Titular del Teatro Real. / Javier del Real | Teatro Real

La ópera va replegándose a medida que avanza. Menos escenas, música menos jacarandosa. Pasado el frenesí del encuentro histórico, las parejas recuerdan su pasado. Lo hacen por separado, pero la música nos lo superpone. Este momento íntimo (el gigante con pies de barro, ya saben) resulta descorazonador: Cuatro fulanos como usted y como yo lograron gobernar el mundo. La partitura, ya contenida, va ilustrando los pasajes de la biografía. Sentado en un rincón, Chou En-Lai trabaja en su escritorio. Los líderes van terminando sus peroratas y se introducen dócilmente en una gran caja. El primer ministro se levanta de su mesa y entrega un dossier a uno de los archiveros. "Cura esta herida", le dice. "De todo cuanto hemos hecho, ¿cuánto fue realmente bueno?". La caja se dirige a su estante. En-Lai la acompaña, como quien sigue a un féretro.

"Fuera de este recinto, el frío del perdón cae como una bruma sobre la hierba".

Así termina la formidable versión de Nixon in China que puede verse en el Real. Enumeremos tres grandes méritos. El primero, el extraordinario esfuerzo de la orquesta (la partitura es de mírame y no me toques), dirigida con extraordinaria precisión por Olivia Lee-Gundermann (una mujer con batuta no se ve, por desgracia, todos los días). La segunda, la brillantísima puesta en escena de John Fulljames, que propone ese espacio funcionarial y grisáceo que enmarca la ópera, superponiendo hábilmente imágenes históricas mediante proyecciones muy bien insertadas: algunas, mera documentación; otras, de las vergüenzas que los amables líderes obvian en sus peroratas. Finalmente, el extraordinario desempeño de todo el elenco vocal (lo que hace Audrey Luna en el rol de doña Mao es admirable), el movimiento de toda la escena y el finísimo desempeño del cuerpo de bailarinas, exquisitamente dirigido por John Ross.