CRÍTICA DE ÓPERA

'Arabella' de Strauss en el Real: nada es lo que parece

Una protagonista sobresaliente y una dirección escénica que subraya la crueldad de la historia, compensada por la interpretación lírica de David Afkham, apuntalan el interesante estreno noventa años después de la obra de Richard Strauss en el Teatro Real

Sara Jakubiak (Arabella), Sarah Defrise (Zdenka) y Josef Wagner (Mandryka) en una escena de 'Arabella' de Richard Strauss, que se estrenó ayer en el Real.

Sara Jakubiak (Arabella), Sarah Defrise (Zdenka) y Josef Wagner (Mandryka) en una escena de 'Arabella' de Richard Strauss, que se estrenó ayer en el Real. / Javier del Real | Teatro Real

La ópera es un género de equívocos y enredos. La vida transcurre apaciblemente hasta que, ¡zas!, una conversación a medio oír origina una zapatiesta tremebunda. Arabella no es la excepción. Intentando repetir el éxito del El caballero de la rosa, el compositor Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal –su libretista de confianza– emprendieron la tarea de alumbrar una comedia vienesa: unos aristócratas arruinados intentan casar a su hija con un potentado y... no te creerás lo que pasó después.

Como nos enseñó el buen Nietzsche, "no hay hechos sino interpretaciones", así que no es extraño que algunas gracietas que harían las delicias de los espectadores del estreno nos parezcan, noventa años después, llenas de crueldad. Christof Loy propone, en el montaje que este martes se ha estrenado en el Teatro Real, una escenificación cruda de las durísimas relaciones que se establecen entre los personajes de la comedia, permitiendo que la violencia subyacente aflore por sí misma. Resumamos el argumento: los condes de Waldner están sin un centavo. La condesa empeña las joyas para pagar a videntes y el conde ha perdido hasta la camisa jugando a las cartas. Todas sus esperanzas recaen en el provechoso casamiento de su primogénita, la hermosa Arabella. Para ahorrar costes (las dotes, ya se sabe, son una cosa carísima) obligan a Zdenka, su hija menor, a hacerse pasar por un criado. Los padres del año.

Es martes de carnaval y los tres pretendientes de la zagala esperan a que se decida por uno de ellos. En eso llega a la ciudad imperial el robusto Mandryka, sobrino de un antiguo camarada, a quien el conde había escrito ofreciéndole a su hija. Trata de blancas. El tipo es un gañán hacendado: le están sanando las costillas que le partió una osa y acaba de vender un bosque para tener algo de calderilla. El tintineo de las monedas excita el afecto paternal del señor conde, que se apresura a presentar a los jóvenes.

En paralelo, tenemos un cuarto pretendiente en disputa: Matteo, el húsar, enloquece de amor sin saber que todo es una estratagema de Zdenka, que está secretamente enamorada de él. Llegamos a las celebraciones carnavalescas, donde Arabella conoce a Mandryka y decide casarse con él. Le pide, eso sí, que la deje disfrutar de su última noche de soltería y, entre bailes y champán, despacha al resto de sus pretendientes. Pero, oh calamidad, el pobre muchacho escucha cómo Zdenko (la socialización masculina la segundona) queda con el húsar de sus amores en las habitaciones su hermana, donde piensa beneficiárselo –con las luces apagadas–, haciéndose pasar por ella: la fantasía húmeda de un psicoanalista.

Lógicamente, el apuesto provinciano se coge un cabreo de mil demonios y empieza a porfiar delante de la socialité austrohúngara. La cosa se pone fea: palabras gruesas, hombres emplazándose al campo del honor y el buen nombre de una familia de estafadores hasta las cejas de deudas arrastrado por los suelos. Finalmente, Zdenka se quita los pantalones (literal y figuradamente) y el entuerto se aclara. La ópera termina con el perdón magnánimo de Arabella. Los tortolitos (que se conocen hace apenas unas horas) cantan felices y enamorados y cae el telón.

Como decíamos, Loy subraya las atrocidades de la historia sirviéndose de una elocuente elaboración de los personajes y de un espacio escénico que va achicándose y desdibujándose a medida que avanza la obra (empieza con la recreación fidedigna de las empobrecidas estancias de la nobilísima familia y termina en una caja blanca que, cerrada, impide a los personajes evadir el bochorno y la vergüenza del acto final). Los aristócratas están caracterizados con mucha habilidad. El conde Waldner (Martin Winkler) es un anciano hortera, lleno de tics y expresiones mezquinas. El trío de pretendientes (condes también; no cabe un hidalgo más) van del esnobismo al pasmarote (mención especial al desempeño caricaturesco de Roger Smeets) y la madre de las criaturas (encarnada por la gran Anne Sofie von Otter, apabullante en el escenario; altiva, hermosísima y regia, con un canto calculadamente frío) combina su porte senatorial con una extraordinaria crueldad (cuando su hija menor intenta revelar su identidad le grita que prefiere que se suicide y se lleve el secreto a la tumba) con esa frivolidad concupiscente que tanto gusta a la gente de bien.

Anne Sofie von Otter (Adelaide), Barbara Zechmeister (La tiradora de cartas) y Sarah Defrise (Zdenka), en escena.

Anne Sofie von Otter (Adelaide), Barbara Zechmeister (La tiradora de cartas) y Sarah Defrise (Zdenka), en escena. / Javier del Real | Teatro Real

Hay varios momentos duros presentados en escena extraordinariamente. Uno, el momento en que el alocado Mandryka (Josef Wagner), con sus greñas, su trajecito ramplón y su insoportable barba de candado, abusa de la cabaretera (la extraordinaria Fiakermilli de Elena Sancho) ante la pasividad ebria de todos los asistentes. Ella, fuera de sí, pasa del aturdimiento a la histeria con una coloratura nerviosa y terrible que cae como un cubo de agua fría sobre el auditorio. Otro, la escena final: una escena silenciosa en la que los machos heridos esperan a sus padrinos para matarse en un duelo mientras la balbuciente Zdenka (Sarah Defrise, maravillosa) camina patéticamente agarrándose el pubis (recordemos: ha tenido que hacerse pasar por su hermana para ser desflorada) hasta soltarse el pelo y pasear con los pantalones bajados tranquilizando a todos con la promesa de su inminente suicidio.

En lo musical, David Afkham compensa la crudeza de la puesta en escena con una interpretación lírica de la partitura, inflamando las melodías y ofreciéndonos momentos hermosos y enternecedores, como los diálogos de amor entre las dos hermanas (la Arabella de Sara Jukbiak es sobresaliente, con un canto limpísimo y elocuente) con los que se abre y cierra la ópera. Es curioso que Strauss reserve las grandes melodías para el enamoramiento y que escriba los compromisos con una pulcritud sospechosa. Amar es, según von Hofmannsthal, entregarse: perder la libertad. En Arabella, sospecho, nada es lo que parece.