LA CRÓNICA DEL ARTE

En el otoño del galerismo madrileño

Un movido pero solvente 'Orfeo' en el Real ha servido para armonizar unas semanas de visitas a algunos de los principales espacios del arte de la capital, donde no es oro todo lo que reluce, ni siquiera lo amarillo

Vista de la exposición 'Selfie' en la galería Moisés Pérez Albéniz (MPA), con la obra de 'De ente et essentia VIII' (2022), de  Ela Fidalgo, en primer plano.

Vista de la exposición 'Selfie' en la galería Moisés Pérez Albéniz (MPA), con la obra de 'De ente et essentia VIII' (2022), de Ela Fidalgo, en primer plano. / Galería MPA

Viajemos al pasado un momentito nada más. En 1600 se celebró en Florencia el bodorrio entre Enrique IV de Francia y la simpar María de Médicis. Vincenzo Gonzaga, pariente de la novia, estaba invitado a la festichola, y con él el mismísimo Claudio Monteverdi, compositor de su corte. Durante los fastos (diez días de juerga fiorentina) se estrenó la Euridice, una proto ópera de Jacobo Peri que serviría de espoleta para la composición del Orfeo. El motor de las artes, ahora y siempre, ha sido aquello de "yo lo hago mejor". Monteverdi estrenó su favola in música en 1607 y, tras un largo letargo, volvió a recuperarse en el siglo XX como uno de los títulos del repertorio (es decir, aquellos que se programan con cierta frecuencia).

La semana pasada, el desdichado semidiós volvió a subirse a las tablas del Teatro Real, en una producción coreografiada por Sasha Waltz. Aunque vivamos tiempos descreídos, no deja de asombrarme que, cuatrocientos y pico años después, gentes tan distintas nos juntemos para escuchar una música que no fue escrita para nosotros. En esta versión, llena de bailarines y de cantantes que se contonean, tocaba la Orquesta Barroca de Friburgo separada en dos secciones, entre las cuales se sucedía la acción. Hubo tanto movimiento que distraía (hasta los músicos cambiaban de sitio) y algún hallazgo admirable (una hermosa escena en la que la primavera y la felicidad se hacían presentes gracias a las flores que sujetaban los cantantes o el apabullante descenso al averno y el encuentro con Caronte). Tantos siglos después, uno se sigue sorprendiendo con la belleza de esta música y la vitalidad de la ocurrencia de Monteverdi permanece intacta. Las dos horas (preludio y cinco actos) se pasan en un suspiro y admito, aunque tema perder mi fama de gruñón, que solo le encontré los peros de camino a casa. Como cuenta Hesíodo, las musas conocen la verdad, pero también cuentan mentiras que parecen verdades. En ocasiones, eso basta.

Carlos Bunga (Oporto, 1976) expone en la galería Elba Benítez una continuación de Contra la extravagancia del deseo, su reciente exposición en el Palacio de Cristal. Titulada Luces y sombras, la muestra recupera parte de las columnas de cartón empleadas en aquella cita y continúa interviniendo, ahora en ausencia, el mencionado palacio. La propuesta de Bunga logra algunas piezas realmente epatantes: un bosque acristalado de columnas marrones; estas mismas, aunque amarillas, aposentadas en un sillón orejero y en su mesita auxiliar; un fascinante cartón cubierto con desechos de escayola y cinta de embalar. Además, a través de dibujos, collages y cuadros, el artista agrede o reconfigura la dichosa plaza, construida como invernadero para la Exposición General de las Islas Filipinas de 1887.

Obra de Carlos Bunga en la exposición 'Luces y sombras'.

Obra de Carlos Bunga en la exposición 'Luces y sombras'. / Galería Elba Benítez

En el Palacio de Cristal ocurre algo curiosísimo: pareciera que los artistas que exponen allí tienen el deber de exorcizar el pasado colonial del edificio. Estos días, los visitantes podrán encontrar una instalación de sonido, humo y espejos (firmada por Pauline Boudry y Renate Lorenz) que quiere convertirlo en un simulacro de discoteca queer sin mucho éxito (esencialmente, porque ni el humo ni la música funcionan por no sé qué problema técnico). En fin, una acción inútil que solo consigue albardar una idea manida en el confortable rebozado de las buenas intenciones a la moda. En Luces y sombras Bunga juega una carta parecida, mostrándonos unos carteles que se preguntan dónde estarán los cuerpos de los filipinos exhibidos en el zoológico humano de la Exposición General o cuándo devolverán la electricidad a la Cañada Real. No sé si el papelote habrá obtenido respuesta, ni si alguna de las resignificaciones metafóricas (cuando no mágicas) del lugar habrá logrado algún efecto. Calma. Para combatir el sentimiento de culpa, la dirección del Reina Sofía viene ofreciéndonos un esmerado programa expositivo ideado para Instagram y el selfi. Permaneceremos atentos.

En la galería Ehrhardt Flórez se agrupan los últimos trabajos de Kiko Pérez (Vigo, 1982) bajo el título Roce: unas tablas de medio formato en las que, sustrayendo y añadiendo material, el artista conforma unas imágenes coloridas y emborronadas que se distancian de sus anteriores trabajos geométricos. Aunque sea un proyecto de madurez, estas obras evocan, con su airecillo lúdico e infantil, esos juegos recortables o los cuadernos para colorear sin salirse de la raya; también, el insuperable placer de colocar la pieza donde no encaja y el de pintar más allá de los bordes. La exposición se completa en la sala aneja de la galería, donde se proyecta un vídeo grabado en stop motion en el que cuadrados y franjas de colores (el lenguaje de los trabajos anteriores de Pérez) se suceden e intercalan en un cartoon suprematista. La pantalla está escoltada por dos parejas de papeles con formas de aspecto soviético (cuatro ejemplos de los orígenes) que vigilan al espectador desde la sala en penumbra.

 Kiko Pérez, 'El roce', 2022, vista general. 

 Kiko Pérez, 'El roce', 2022, vista general.  / Galería Ehrhardt Flórez

En Travesía Cuatro hay un montón de cuadros amarillos suspendidos del techo y las paredes por cuerdas y poleas. Se trata de una instalación de Mariela Scafati (Buenos Aires, 1973) que se presenta con un texto poético, más confuso que enigmático. En la sala contigua, tres muñecos compuestos con lienzos de distintos tamaños unidos por bisagras remedan el cuerpo de la artista, que los somete a ataduras y suspensiones (referencia al shibari, una práctica de inmovilización erótica). No parece que sientan ni padezcan. Durante la visita, una asistente de la galería me auxilió explicándome la militancia "cromoactivista" de la artista. También, que en esta ocasión ha usado el amarillo porque transmite tranquilidad. ¿Desde cuándo? Queriendo explicar este hallazgo a las avispas, las señales de riesgo radioactivo y los trajes contra amenazas biológicas, acudí a la nota de prensa, donde se reproduce un texto rescatado de otra publicación que versa sobre el rojo.

La obra de Mariela Scafati se expone en Travesía Cuatro.

La obra de Mariela Scafati se expone en Travesía Cuatro. / Travesía Cuatro

Si pasean por la cada vez más desangelada calle del Doctor Fourquet (tras el traslado hace unos años de Alegría a Barcelona, el cierre pospandémico de García Galería, la reciente mudanza de Nogueras Blanchard y la inminente reubicación de Maisterravalbuena, el distrito del arte se va a quedar tiritando), podrán visitar Selfie en la galería MPA. Ester Alameda, comisaria de la muestra, justifica la exposición en un texto lleno de naderías, clichés sobre la sociedad narcisista y anécdotas autobiográficas del todo comunes. Cada día alguien descubre el Mediterráneo. La exposición reúne obras con caras de diversa factura (Grip Face, Ela Fidalgo), uno de esos memes que pinta groseramente Gala Knörr (seguimos con lo digital y vacuo llevado al terreno sacrosanto de la pintura, etcétera etcétera), unos cuadros de Carla Fuentes en los que se retrata a mujeres haciéndose autorretratos, unos recortes en madera bastante kitsch (Luján Pérez), el tradicional trabajo de Los Bravú (esta vez con máscaras y ánforas) y unas escenas domésticas de Julia Santa Olalla que le dejan a uno con un espíritu melancólico. El desastre está a la altura del Elogio de la densidad con el que abría temporada la misma galería: un batiburrillo de pintores disímiles (¿qué tendrá que ver Ángela de la Cruz con Santiago Giralda?) y obras instaladas a mala idea (y, en aquella ocasión, con el agravante de un comisario veterano).

Fachada de la galería MPA intervenida por Los Bravú.

Fachada de la galería MPA intervenida por Los Bravú. / Galería MPA

Lejos de los distintos conglomerados de galerías hay una pequeña sala independiente, Aparador Monteleón, que mide lo que un escobero generoso. Los límites, ya se sabe, son grandes mecenas de las artes. Hace un par de domingos se inauguró Luego, más tarde, una discreta exposición de Miguel Marina (Madrid, 1989), compuesta por obras de pequeño formato hilvanadas con una anécdota: alguna vez existió el oficio de despertador humano, que pasaba por las calles aporreando ventanas con una pértiga o lanzando guisantes secos con un cerbatana (de esto te enteras si te lo cuenta el artista, porque la hoja de sala es un ejercicio de realismo mágico). Esos cachivaches, reinterpretados en forma de esculturas, acompañan a unos lienzos en los que se dibujan gestos espirales y obstinados, como si el pincel rebotase en los márgenes del cuadro. Contra mis propias intuiciones, las incursiones escultóricas de Marina han tomado una entidad más que respetable y nos encontramos con unos artefactos resueltos con elegancia. En cuanto a los cuadros, valga parafrasear la máxima evangélica: el que resuelve en lo poco, lo hace en lo mucho.

Obra de la exposición 'Luego, más tarde', de Miguel Marina en la galería Aparador Monteleón.

Obra de la exposición 'Luego, más tarde', de Miguel Marina en la galería Aparador Monteleón. /